La visión estalinista que Trump tiene de la ciencia
El “trumpismo”, como el estalinismo, parece inspirar desdén por los científicos y cariño por los charlatanes
Últimamente he estado pensando en Trofim Lysenko. ¿Quién? Lysenko, un agrónomo soviético que decidió que toda la genética moderna estaba equivocada y de hecho iba contra los principios del marxismo-leninismo. Negaba incluso que existieran los genes, e insistía en que las viejas teorías sobre la evolución desacreditadas hacía tiempo eran de hecho correctas. Los verdaderos científicos se asombraban de su ignorancia.
Pero a Joseph Stalin le gustaba Lysenko, así que sus puntos de vista se convirtieron en la doctrina oficial, y los científicos que se negaban a respaldarlos eran enviados a campos de trabajo o ejecutados. El lysenkoísmo se convirtió en base de buena parte de la política agrícola soviética, contribuyendo en última instancia a las desastrosas hambrunas de la década de 1930.
¿Les suena esto a algo, habida cuenta de los acontecimientos recientes en Estados Unidos? A los que les preocupa una crisis de la democracia en Estados Unidos —es decir, cualquiera que esté prestando atención— comparan por lo general a Donald Trump con autócratas como el húngaro Viktor Orban y el turco Recep Tayyip Erdogán, no con Stalin. De hecho, si el Partido Republicano se ha convertido en un partido extremista y antidemocrático —y así ha sido—, su extremismo es de derechas.
Pero aunque nadie acusaría a Trump de izquierdista, su estilo político siempre me ha recordado al estalinismo. Al igual que Stalin, ve conspiraciones por todas partes: anarquistas que de algún modo dominan las principales ciudades, izquierdistas radicales que de alguna forma controlan a Joe Biden, camarillas secretas contra él en toda la administración pública federal. También llama la atención que los que trabajan para Trump, igual que los funcionarios estalinistas, sistemáticamente acaban desterrados y denigrados, aunque no enviados a gulags, al menos por ahora.
Y el trumpismo, como el estalinismo, parece inspirar un especial desdén por los expertos y cariño por los charlatanes. El pasado miércoles Trump hizo dos cosas que, si me preguntan a mí, diría que merecían salir en los titulares. La más alarmante fue su negativa a comprometerse a permitir una transición de poder pacífica si pierde las elecciones. Pero además insinuó que podría rechazar las nuevas directrices de la Administración de Alimentos y Fármacos (FDA por sus siglas en inglés) para la aprobación de una vacuna contra el coronavirus, afirmando que el anuncio de esas directrices “suena a maniobra política”. ¿Queeé?
Vale, todos entendemos lo que está pasando. A muchos observadores les preocupa que el equipo de Trump, en un esfuerzo por influir en las elecciones, anuncie que disponemos de una vacuna segura y eficaz contra el coronavirus lista para aplicársela a la población, aunque no la tengamos (y casi con seguridad tardaremos en tenerla). De modo que la FDA intentaba tranquilizar a los ciudadanos acerca de la integridad de sus trámites de aprobación. Y realmente necesitamos esa garantía, porque el Gobierno de Trump nos ha dado todas las razones para desconfiar de las declaraciones procedentes de los organismos de salud pública.
El mes pasado, los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC por sus siglas en inglés) emitía una nueva directriz estableciendo que las personas expuestas al coronavirus pero sin síntomas de covid-19 no necesitaban hacerse una prueba, en contra de lo recomendado prácticamente por todos los epidemiólogos independientes. Informaciones posteriores revelaron que la nueva directriz había sido preparada por altos cargos políticos y no había pasado por el procedimiento de revisión científica.
Más recientemente, los CDC advirtieron de la transmisión aérea del coronavirus —esta vez coincidiendo con lo que afirman los expertos— pero, al cabo de unos días, retiraron la advertencia de su página digital. No sabemos exactamente qué ocurrió, pero es difícil no darse cuenta de que la recomendación que retiraron habría dejado claro que los últimos mítines de Trump, que reúnen a multitud de personas en espacios cerrados, muchas de ellas sin mascarilla, suponen un grave riesgo para la salud pública.
De modo que la FDA intentaba asegurarnos que no se dejará corromper por la política, como por lo visto les ha ocurrido a los CDC. Y Trump, básicamente, enmendó la plana al organismo; su afirmación de que las nuevas directrices parecen tener un origen político significaba de hecho que no eran lo bastante políticas, que quiere dejar abierta la posibilidad de anunciar una vacuna que le ayude a conservar el poder.
Pero si los trepas políticos llevan la batuta en los CDC, y a la FDA se le dice que se calle y siga la línea del partido, ¿quién asesora a Trump en política contra la pandemia? Que vengan los charlatanes.
La desastrosa ofensiva de Trump, allá por abril, para que se reabriera la economía antes de tiempo estuvo supuestamente influida por los artículos de Richard Epstein, un catedrático de derecho que por alguna razón decidió que era un experto en epidemiología y que la covid-19 no mataría a más de 500 personas, una cifra que acabó aumentando a 5.000 y que es aproximadamente la cifra de muertos que en la actualidad registramos semanalmente.
Pero el charlatán del momento es Scott Atlas, un radiólogo sin experiencia en enfermedades infecciosas que aún así ha impresionado a Trump con sus apariciones en el canal Fox News. La oposición de Atlas al uso obligatorio de mascarillas y su propuesta de dejar que el coronavirus se expanda sin más hasta que alcancemos la “inmunidad de rebaño” están reñidas con lo que dicen los verdaderos epidemiólogos, pero son lo que Trump quiere oír.
Eso es lo que me ha hecho pensar en Trofim Lysenko. Trump, como Stalin, denigra y acosa a los expertos y sigue los consejos de gente que no sabe de qué habla, pero que le dice lo que él quiere oír. ¿Y saben qué pasa cuando un dirigente nacional hace eso? Que muere gente.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2020 Traducción de News Clips
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.