Arañazos, cicatrices, o secuelas permanentes
Hay que diseñar un plan de recuperación tan largo y generoso como sea necesario sin obsesionarse por el coste
¿Por qué hay recesiones que duran poco, y otras que parecen no terminar nunca? ¿Por qué, tras un shock negativo, el desempleo a veces aumenta de manera rápida pero luego tarda muchos años en volver al punto de partida? ¿Por qué parece que las recesiones de las últimas décadas han tenido un impacto negativo tanto sobre el nivel como sobre la tasa de crecimiento potencial de las economías?
La respuesta a estas preguntas se articula en torno al concepto de histéresis. La histéresis describe situaciones en las cuales un shock económico transitorio genera efectos permanentes. En términos sencillos de salud, una gripe mal curada que deja secuelas respiratorias, o una lesión muscular mal rehabilitada que se cronifica y limita la movilidad.
La histéresis rompe la dicotomía clásica según la cual solo las políticas estructurales (las famosas reformas) tienen efectos económicos permanentes, e introduce un elemento de dependencia histórica en la evolución de la economía. Esto implica, por ejemplo, que un aumento transitorio del desempleo, si se permite que perdure demasiado, puede aumentar el desempleo de equilibrio. Y que, por tanto, no se puede dejar a medias la resolución de una recesión: una recesión mal curada genera efectos negativos permanentes. La escasez de demanda destruye la oferta.
Por suerte, la histéresis opera de manera simétrica. Como se ha visto en los EE UU en la última década, es posible que la demanda cree su propia oferta: el largo ciclo expansivo regeneró la oferta de trabajo y redujo el desempleo hasta el 3,5%, el más bajo en 50 años, sin generar inflación, muy por debajo del 5% que tan solo en 2015 se creía que era el nivel de desempleo no inflacionista.
La reacción a la crisis de la covid-19 ha reflejado algunas de las lecciones de la pasada década. Ante un shock profundo y persistente, pero transitorio, los bancos centrales y los gobiernos han reaccionado de manera rápida y agresiva, apartando (correctamente) los miedos relacionados con el riesgo moral (el posible impacto negativo de sus acciones sobre los incentivos de los gobiernos o de los agentes privados) y con el nivel de deuda y de déficits.
Una innovación que han adoptado muchos países europeos, con resultados muy positivos, ha sido los esquemas de mantenimiento del empleo de corto plazo (los ERTE en España), fundamentales para evitar la histéresis. Una de las razones por las cuales el desempleo tarda en reducirse tras una recesión es la ruptura de las relaciones entre trabajadores y empresas –la fricción implícita en la búsqueda de empleo reprime y retarda la creación de empleo–. La flexibilización de los ERTE ha reducido esta fricción y mejorado la respuesta del mercado laboral español al shock de la covid-19, un ejemplo positivo e inmediato de reforma estructural. Y una de las medidas del éxito será cuantos de estos ERTE se reabsorban como empleo en lugar de acabar en despidos. Esto dependerá, a nivel macro, de que el estímulo de demanda se mantenga todo lo necesario; y, a nivel micro, del equilibrio entre prolongar todo lo necesario el apoyo a las empresas y afinar los incentivos para la reincorporación al empleo sin impedir la reasignación de recursos.
La recesión será quizás la más corta de la historia –en EE UU puede que haya durado tan solo dos meses– pero el periodo de rehabilitación será largo, hasta que haya una vacuna que permita la vuelta total a la normalidad. La clave para que esta crisis solo deje algunos arañazos o cicatrices menores, y no tenga secuelas económicas permanentes, es que se diseñe un proceso de rehabilitación tan largo y generoso como sea necesario. Ante un shock sistémico, los gobiernos tienen que actuar como aseguradores de última instancia. Eso evitará que se asiente el pesimismo, se reduzca la inversión, y se debilite el crecimiento de largo plazo. Y, para ello, hay que evitar obsesionarse con el “coste” fiscal inmediato de las medidas necesarias, como los ERTE. Si están bien diseñadas, estas medidas no son un gasto sino una inversión que evita la reducción del crecimiento potencial. No olvidemos que el déficit y la deuda no son objetivos en sí mismos, sino instrumentos de política económica. La clave es la calidad de las políticas, no la cantidad de déficit.
En esta situación se impone diseñar una estrategia de salida basada en parámetros económicos, no en horizontes temporales predeterminados. Por ejemplo, preservar los esquemas de mantenimiento del empleo, de apoyo a las rentas de los hogares, y de avales públicos, hasta que las restricciones económicas se hayan eliminado por completo. Y comprometerse a mantener una política fiscal expansiva, como mínimo, hasta que el PIB recupere los niveles anteriores a la covid-19, y a esto debe contribuir la necesaria reforma del pacto de estabilidad. Es un concepto similar al adoptado por el BCE, que ha afirmado que mantendrá el plan extraordinario de compras de activos hasta que la inflación recupere los niveles anteriores a la pandemia.
Esta estrategia de salida habrá que complementarla, sin duda, con un plan a medio plazo de reforma fiscal, mejora de la productividad, y reducción de la desigualdad, de manera coordinada con el nuevo Fondo Europeo de Reconstrucción. Pero que estas necesidades de medio plazo no desvíen la atención de la necesidad inmediata de prolongar el estímulo fiscal todo lo que sea necesario. Para florecer en el medio plazo hay que, primero, sobrevivir en el corto plazo.
En Twitter: @angelubide
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