Mucha tecnología, poco progreso social
No debería sorprender que nuestras sociedades estén malhumoradas y muestren su resentimiento con cólera
Tecnólogos, economistas y directivos están entusiasmados con la revolución digital. La ven como el camino hacia una nueva tierra prometida. Pero algo falla en ese discurso, porque hasta ahora ese cambio ha traído poco progreso social. Por el contrario, muchas personas ven como sus condiciones de vida se han deteriorado, como sus oportunidades de empleo han disminuido y sus expectativas de mejora se ven amenazadas.
Así las cosas, no debería sorprender que nuestras sociedades estén malhumoradas y , en algunos países, manifiesten su resentimiento en forma de cólera social, como vemos en Francia o Chile. Tampoco debería sorprendernos que la consecuencia política de esta falta de progreso social sea la reaparición del populismo autoritario. El triunfo de Donald Trump es coherente con el desvergonzado desprecio de los gobiernos liberales por el principio de justicia basada en la igualdad de oportunidades que ha defendido John Rawls, el gran filósofo del liberalismo de la posguerra. Desde esta perspectiva, el éxito de Trump, y de otros dirigentes totalitarios, reivindica, en lugar de socavar, el ideal de reciprocidad de la teoría liberal rawlsiana.
Hay que recordar que el liberalismo es una ideología muy amplia. Dentro de ella, la variante neoliberal es la más refractaria a la intervención del Estado para gestionar el cambio y fomentar el progreso social. Vale la pena recordar sus orígenes.
Se cumplen ahora 40 años de la llegada al poder de Margaret Thatcher. Llegó defendiendo un principio filosófico controvertido, pero exitoso: la sociedad no existe, sólo existen los individuos, y es a través de ellos como se crea riqueza. Meses después llegó Ronald Reagan. Sostuvo otro principio controvertido pero igualmente eficaz: el Estado es el problema, el mercado la solución. Fue el inicio del fundamentalismo de mercado. Del neoliberalismo. Su credo ha sido una utopía ya ensayada en el siglo XIX y fracasada de forma estruendosa y dramática en el primer tercio del siglo XX: un sistema de mercado autoregulado al que tenía que someterse la sociedad y la política.
Recomiendo volver al ensayo de Karl Polanyi, publicado en 1944, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. Describe de forma magistral como el liberalismo fue incapaz de leer la historia de la revolución industrial al obstinarse en juzgar el cambio solo desde una perspectiva económica. En su opinión, en ningún otro aspecto el liberalismo ha tenido un fracaso más patente que en su incomprensión del problema del cambio.
Ha vuelto a ocurrir con el neoliberalismo. Su visión del cambio es de una ingenuidad aplastante. Cree, con fe mística, en la espontaneidad del progreso social y que, por sí solo, el crecimiento económico acaba cicatrizando todas las heridas sociales del cambio. Sostiene, además, una visión grosera del utilitarismo del filósofo liberal del siglo XIX John Stuart Mill, consistente en decir que lo que tienen que hacer los políticos es hacer reformas que maximicen el bienestar social total, olvidándose, cuando no despreciando, las consecuencias que puedan tener esos cambios para algunos grupos sociales.
Polanyi señala la necesidad de acompasar el ritmo del cambio con el ritmo de adaptación social. Ese avance acompasado requiere que el cambio venga acompañado de mecanismos de compensación y apoyo a los que corren el riesgo de quedarse varados en la cuneta. Eso es lo que hizo el New Deal de Franklin D. Roosevelt en EE UU y, especialmente, el contrato social europeo de posguerra mediante instituciones como el sistema educativo público, el sistema público de desempleo, el sistema público de salud y los sistemas públicos de pensiones. Cambio y progreso social fueron de la mano en los "Treinta Gloriosos" años que siguieron a ese contrato social.
Si queremos que los ciudadanos de las democracias occidentales sigan apoyando economías de mercado abiertas y los valores políticos liberales es necesario elaborar un nuevo contrato social para el siglo XXI que equilibre los objetivos tradicionales del crecimiento y la creación de riqueza con nuevas prioridades como la creación de nuevas redes de seguridad social para hacer frente a las nuevas formas de pobreza, mercados laborales equitativos, una distribución justa de la renta y las oportunidades dentro de las empresas, la sostenibilidad medioambiental y la recuperación de las comunidades locales. Los progresistas tienen por delante una tarea ilusionante: combinar el cambio tecnológico y económico con el progreso social. Pero no será fácil. A pesar de que han transcurrido cuarenta años, y de que sus resultados sociales y medioambientales han sido perversos, el thatcherismo neoliberal sigue teniendo una gran influencia en los asesores de los políticos.
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