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Columna
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Un gobierno de viejos pervertidos

La primera política comercial significativa adoptada por Donald Trump es increíblemente ridícula

Placas solares sobre un edificio de la Armada estadounidense en Nueva York.
Placas solares sobre un edificio de la Armada estadounidense en Nueva York. Mark Lennihan (AP)

Cuando era candidato, Donald Trump no paraba de hablar del comercio internacional y de que iba a hacer grande otra vez a Estados Unidos renegociando los acuerdos comerciales y obligando a los extranjeros a dejar de llevarse nuestros puestos de trabajo. Pero en su primer año en el cargo, prácticamente no ha hecho nada en ese frente, posiblemente porque el Estados Unidos empresarial ha conseguido que se entere de que ha invertido muchísimo dinero basándose en la premisa de que seguiríamos respetando el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) y los demás acuerdos comerciales, y de que perdería a lo grande si él los rompiese.

Sin embargo, esta semana, Trump ha impuesto finalmente aranceles a las lavadoras y a los paneles solares. En mi opinión, el primero era más para dárselas de duro que con un objetivo estratégico en mente. Pero el segundo encaja en una parte importante de la visión general de este Gobierno. Porque este es en buena medida un Gobierno de viejos pervertidos.

Respecto a las lavadoras: la base jurídica del nuevo arancel es la conclusión por parte de la Comisión Estadounidense sobre Comercio Internacional de que el sector se ve perjudicado por el aumento de las importaciones. La definición de "perjuicio" es un tanto peculiar: la comisión reconocía que el sector nacional "no ha sufrido una ociosidad productiva significativa", y que "no ha registrado un desempleo o subempleo significativos". No obstante, la comisión sostenía que la producción y el empleo deberían haber prosperado más, teniendo en cuenta el crecimiento económico experimentado entre 2012 y 2016 (ya saben, la expansión durante el Gobierno de Obama, esa que Trump insistía en calificar de falsa). Si parece una justificación endeble para una medida que aumentará significativamente los precios al consumo, es porque lo es. Pero Trump decidió hacerlo de todas maneras.

El arancel a los paneles solares es más interesante, y más inquietante, porque sin duda destruirá muchos más puestos de trabajo de los que creará. El hecho es que Estados Unidos está básicamente fuera del negocio de la producción de paneles solares, y sean cuales sean las razones para dicha ausencia, esta política no va a cambiarla. Al igual que el arancel a las lavadoras, el arancel a los paneles solares se impuso recurriendo a lo que en los círculos de la política comercial se conoce como "cláusula de salida", normas que permiten dar protección temporal a sectores que sufren un perjuicio repentino. La palabra clave aquí es "temporal"; dado que no hablamos de protección sostenida, este arancel no promoverá inversiones a largo plazo, y por lo tanto no ayudará a que el sector de los paneles solares en Estados Unidos se recupere.

Lo que sí hará, sin embargo, es poner trabas a uno de los grandes éxitos de la economía estadounidense, el rápido crecimiento de la energía renovable. Y la cosa es que: todo lo que sabemos del Gobierno de Trump da a entender que perjudicar a las renovables le parece de hecho bueno. Ya he dicho que este es un Gobierno de viejos pervertidos.

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Aproximadamente desde hace una década se ha ido produciendo una extraordinaria revolución tecnológica en la producción energética. Parte de esa revolución ha supuesto el aumento de la fracturación hidráulica (fracking), que ha permitido la producción barata y abundante de gas natural. Pero también se han producido asombrosas reducciones en el precio de la energía solar y eólica.

Hay quienes siguen viendo estas fuentes de energía alternativas como una cosa de jipis que no logrará sobrevivir sin grandes subvenciones públicas, pero lo cierto es que se han convertido en una alternativa rentable a la energía convencional, y que su precio sigue bajando con rapidez. También dan empleo a muchas personas: en conjunto, el número de personas que trabajan, de una manera o de otra, para el sector de la energía solar quintuplica al de mineros del carbón.

Pero la energía solar no goza del cariño de los funcionarios de Trump, que quieren desesperadamente que el país continúe con sus viejas fuentes de energía sucias, en especial el carbón. (Un momento, cuando los llamé viejos sucios, ¿pensaban que me refería a los sobornos a estrellas porno? Debería darles vergüenza). Incluso han reescrito informes del Departamento de Energía para intentar que parezca que la energía renovable es mala.

Y también han tratado de convertir su preferencia por la energía sucia en una política concreta. El pasado otoño, Rick Perry, secretario de Energía, intentó imponer una norma que habría obligado de hecho a las redes eléctricas a subvencionar centrales nucleares y térmicas. La norma fue rechazada, pero dejó claro lo que quieren estos tipos. Desde su punto de vista, el destruir puestos de trabajo en el sector de la energía solar probablemente sea bueno.

¿Por qué les encanta la energía sucia a Trump y compañía? En parte es por el dinero: lo que es bueno para los hermanos Koch quizá no lo sea para Estados Unidos (ni para el mundo), pero sí lo es para la financiación electoral del Partido Republicano. Y en parte, por los votantes del sector industrial, que siguen imaginando que Trump puede hacer que el empleo en la minería del carbón se recupere. (En 2017, la industria del carbón creó 500, sí 500, puestos de trabajo. El 0,0003% del empleo estadounidense).

Y también tiene que ver en parte con la nostalgia cultural: Trump y otros recuerdan el apogeo de los combustibles fósiles como una edad de oro, olvidando lo horrible que solía ser la contaminación atmosférica e hídrica. Pero sospecho que es también una especie de machismo, la sensación de que los verdaderos hombres no se empapan de energía solar; prefieren quemar cosas.

Con independencia de las motivaciones específicas, la primera medida significativa de política comercial adoptada por el Gobierno es increíblemente ridícula. Y encima, mala para el medioambiente. ¡Menuda ganancia!

Paul Krugman es premio Nobel de Economía.

© The New York Times Company, 2018.

Traducción de News Clips.

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