Samsung Note 7: Si innovas demasiado deprisa puedes acabar explotando
La marca surcoreana quiso aguarle la fiesta al iPhone 7 pero supeditó la fiabilidad tecnológica a la ambición del mercado
Samsung ha tirado la toalla. La marca surcoreana ha declarado la defunción oficial del Galaxy Note 7 tras dos meses batallando por salvar su smartphone estrella, desde que aparecieran las primeras informaciones sobre el sobrecalentamiento de las baterías hasta llegar a la combustión en algunos casos. Un fiasco de proporciones colosales que le ha costado ya al primer fabricante de móviles del mundo miles de millones de euros tanto por la interrupción del proyecto y la venta del dispositivo como por la caída en picado de la cotización.
Pero además de un fracaso empresarial estrepitoso, el caso del Note 7 constituye también una lección doctoral sobre los peligros de la carrera frenética y alocada que han emprendido las firmas tecnológicas y, en particular, los fabricantes de móviles, por conquistar el mercado, estrenando modelos cada seis meses con novedades pretendidamente revolucionarias. Y es que el avance tecnológico no permite reinventar los móviles cada semestre como nos quieren hacer creer las marcas con sus poderosas campañas de marketing en los glamorosos estrenos de sus modelos.
Como ocurre en todas las áreas tecnológicas, hay pocos saltos revolucionarios o disruptivos en la industria del móvil. Los primeros terminales ladrillo de Motorola, la incorporación del email en las Blackberrys o la pantalla táctil de los iPhone son algunos de esos hitos excepcionales. Todo lo demás son mejoras pero sin avances sustanciales. Los móviles se hacen cada vez más ligeros y más estilosos, aumentan los píxeles de sus cámaras, el contraste y resistencia de sus pantallas, la velocidad de su procesador o la duración de sus baterías. Pero esas optimizaciones no serían suficientes para convencer a los clientes de que cada año cambien su terminal de alta gama, que cuesta más de 600 euros, y adquieran otro por un valor superior. Y las marcas se ven obligadas a vender en cada lanzamiento un nuevo dispositivo “revolucionario” que justifique ese dispendio.
Con la soberbia de saberse líder, Samsung ha jugado a esa obsolescencia programada y le ha salido el tiro por la culata. Tras el éxito de su Galaxy S7, presentado en febrero en el Mobile World Congress de Barcelona, desbancó por primera vez a Apple y a su imbatible iPhone en el liderazgo mundial de la venta de celulares de alta gama. Animado por esa victoria parcial, y sabedor de que el iPhone 7 no iba a presentar ninguna novedad relevante, quiso aguarle la fiesta a su máximo competidor, lanzando a toda prisa y por sorpresa su smartphone más premium.
El Note 7 se anunciaba en agosto, justo un mes antes del lanzamiento del iPhone 7, y tan solo seis meses después del estreno del Samsung Galaxy S7. Los surcoreanos prepararon con tan poco tiempo este golpe contra su rival estadounidense que recurrieron a una gama -la de los Note, distintiva por su lápiz óptico- que tenían prácticamente olvidada en su catálogo (no hubo Note 6 y el Note 5 no se llegó a lanzar en Europa). El Note 7 tenía la mejor cámara, más memoria, un diseño a juego y una batería más duradera. Pero se hizo tan deprisa que no hubo tiempo para testarlo. Algo podía fallar y, en este caso, le tocó a la batería. Las redes sociales y los medios hicieron el resto. Samsung volvió a equivocarse al pensar que podía luchar contra esa tormenta mediática en lugar de reconocer el error desde el principio y detener desde un primer momento la producción del Note 7. Y puede pagar caro ese doble error, si no recupera pronto la confianza de los usuarios que le han aupado al ránking mundial de ventas de móviles.
La tecnología tiene sus plazos. Intentar saltárselos por las premuras del mercado o por la codicia del liderazgo acarrea riesgos. Y puede acabar explotándote en las manos
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