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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo que los reformistas pueden aprender de los cirujanos

Los gobernantes deberían compensar a aquellos ciudadanos a los que sus medidas causan dolor

Maravillas Delgado
Antón Costas

Una experiencia personal reciente me ha hecho caer en la cuenta del diferente enfoque que los reformistas económicos y los cirujanos tienen de la función del dolor en los procesos de reforma económica y en las intervenciones quirúrgicas.

El discurso oficial sobre las reformas defiende la inevitabilidad del dolor para promover el progreso económico. Un argumento de este tipo es el que se utiliza para defender las reformas laborales. Y aún van más allá. En algunos casos defienden las reformas por razones morales. Así, la austeridad no sólo sería necesaria para la reducción del déficit (eficacia discutible, como estamos viendo), sino que tendría además una dimensión moral como mecanismo de penitencia por los excesos anteriores (aún cuando tengo poco de moral el hecho de que los que sufren las consecuencias poco hayan tenido que ver con esos excesos).

En el discurso reformista oficial el dolor tendría una doble función. Por un lado, como no sería posible una reforma indolora, el dolor sería síntoma de eficacia de la reforma. ¡Quien bien te quiere te hará llorar! Para justificarlo la retórica reformista recurre con frecuencia al lema churchiliano de “sangre, sudor y lágrimas”. Por otro, el dolor sería necesario como mecanismo de penitencia para expiar los males morales de la sociedad despilfarradora. Este argumento moralista ha estado muy presente en el lenguaje de los defensores de las políticas de austeridad y de las multas por exceso de déficit.

Los gobernantes deberían compensar a aquellos ciudadanos a los que sus medidas causan dolor

Nunca estuve de acuerdo con esta teología del dolor como componente indispensable de las reformas económicas. Ni como condición de eficacia para la mejora de la competitividad y productividad de la economía, ni en su dimensión moralista. Por el contrario, el análisis de la economía política de las reformas muestra claramente que cuando producen un gran daño social acaban, tarde o temprano, siendo contestadas, cuando no anuladas. Es decir, acaban siendo ineficaces para el fin propuesto.

Esa convicción ha sido reforzada por, como dije al inicio, por una experiencia personal reciente. Un tropiezo con la salud me ha llevado a ponerme en manos de cirujanos digestivos y hepáticos del Hospital Clinic de Barcelona. Antes de la intervención tuve la visita con la anestesista. Me indicó que después de la operación llevaría conmigo una bomba que de forma programada iría suministrando analgésicos para evitar el dolor postquirúrgico. Pero me dijo que, en el supuesto de tener algún dolor, la bomba también permitía manipularla manualmente para aumentar la dosis de calmante.

Llevado de la formación moral inculcada por mis mayores que recomienda resistencia al dolor como virtud moral, le dije que la activaría si el dolor era muy fuerte. ¨No, ¡queremos dolor cero! Por lo tanto, al mínimo dolor, aumenta la dosis de calmante”, me dijo tajante y asertiva. Me quedé sorprendido. ¿Por qué queréis dolor cero, le pregunté intrigado? Su respuesta fue iluminadora: “El dolor estresa al organismo y obstaculiza la eficaz recuperación post operatoria”, señaló.

Esta es una gran lección que los políticos y los economistas reformistas deberían aprender de los médicos. El dolor es innecesario y además inconveniente. Las reformas económicas son como intervenciones quirúrgicas sobre el cuerpo social. Cambian las reglas de funcionamiento del organismo, así como los equilibrios de poder entre sus diferentes partes. Así, por ejemplo, las reformas laborales, cambian los equilibrios de poder entre trabajadores y empleadores. Y los recortes del gasto social y el aumento de impuestos como el IVA o el IRPF cambian los equilibrios entre diferentes tipos de contribuyentes y entre estos y los prestamistas.

Estos cambios producen estrés social. Tanto mayor cuanto los resultados de las reformas beneficien a unos pocos, en general ya bien situados en la escala de distribución de la renta, y los más débiles, empeorando así su situación.

Si las reformas originan perdedores y alteran los equilibrios sociales de poder en perjuicio de los ya más débiles ¿deberíamos evitarlas? No necesariamente, aunque conviene recordar aquí el criterio sobre la bondad de las leyes: las buenas no producen un aumento significativo de conflictividad jurídica; las malas si.

En todo caso, si los médicos tienen analgésicos para lograr dolor cero, ¿tienen los reformistas calmantes para evitar, o al menos aliviar, el dolor social que producen las reformas? Sí. Compensar a los perdedores de las reformas. La compensación actúa como un calmante para los damnificados.

Ahora bien, se preguntarán algunos, ¿hay recursos para llevar a cabo esa compensación? Si de verdad, como sostienen sus defensores, las reformas que proponen aumentarán la productividad de las empresas y de la economía en su conjunto, parte de esa mejora hay que utilizarla para compensar a los perdedores.

Sin embargo, nuestros reformistas, especialmente los que viven placenteramente en sus despachos de Bruselas, han actuado como malos cirujanos, interviniendo sin anestesia ni analgésicos. Y lo que es aún peor, en casos como la austeridad y las multas por déficit excesivo, comportándose como verdaderos sadomasoquistas morales, sin tener en cuenta para nada que los principios de la buena economía desaconsejaban el actuar de esa forma.

Lo dicho, los reformistas tienen mucho que aprender de los cirujanos.

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