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Columna
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¿Cómo cambiamos una cultura de corrupción?

Todas las medidas legales serán insuficientes si no se extiende la norma social que considere estos comportamientos como inaceptables

Luis Garicano
Rafael Ricoy

La cultura de una empresa, una organización o un país son las normas y creencias compartidas, la “forma en que se hacen las cosas aquí”, lo que consideramos “lo normal”. En una organización donde es “normal” trabajar hasta muy tarde de la oficina, el que se va a la hora sufre consecuencias negativas. En una empresa donde nadie contradice al jefe, el que habla de forma crítica es el bicho raro. En una sociedad donde es normal copiar en los exámenes, el estudiante que se niega a ayudar a otro estudiante a copiar puede sufrir represalias.

Es decir, estos comportamientos “culturales” son el resultado de lo que llamamos en economía un “equilibrio” (técnicamente, un equilibrio de Nash). La clave de esta idea es que una persona no se querrá desviar unilateralmente, aunque no le guste este equilibrio, por que sabe que si es el único que cambia caerá en una situación peor. Es decir, en un equilibrio, cada individuo empeora su propia situación si unilateralmente se desvía del comportamiento que todos esperan.

Pues bien, la corrupción es un fenómeno “de equilibrio”, un fenómeno “cultural”.

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Para entender esta idea, imagínese que usted viaja a Iguala, en México, la ciudad cuyo alcalde ordenó a la policía el secuestro y asesinato de 43 estudiantes para favorecer la campaña electoral de su mujer. Si un policía le solicita allí una mordida, con casi toda probabilidad usted le dirá que sí. No es que usted sea un criminal en potencia. Lo hace porque lo contrario le expone a un riesgo cierto. Dado que usted va a aceptar la solicitud sin protestar, y que por tanto no hay consecuencias negativas para él, un policía de esa ciudad tienda a sucumbir a la tentación de pedirle ese soborno.

Ahora imagine el mismo policía trabajando en Burgos, por ejemplo. Si le pide una mordida, usted sabe que no tiene por qué pagar. Por tanto, el mismo policía no soñaría con pedir el dinero, y tampoco usted, si se lo pidiera, se lo daría. Son las mismas dos personas, en objetivamente la misma situación, pero con dos expectativas, dos normas sociales, dos “culturas” diferentes.

Por poner un ejemplo más cercano, es evidente tras los muchos y generalizados escándalos recientes que en el Partido Popular ha imperado, al menos (según la cronología del juez Ruz) durante 18 años, una cultura de corrupción, donde lo “normal” era recibir un sobre al fin de mes en negro, financiado (según el mismo juez) con los pagos irregulares realizados por aquellos que se beneficiaban de los contratos públicos. De nuevo, no se trata de “casos aislados” sino de una cultura en la que “lo normal” se convierte en pedir dinero por un contrato de la administración, y dado que “hay dinero extra” a fin de mes, a nadie le conviene individualmente negarse a recibirlo.

Por el contrario, en una cultura “sana”, la de una empresa privada internacional por ejemplo, si un jefe plantea a empezar a pagar un suplemento en negro, un “sobre”, seguramente no duraría en su puesto ni ese mismo día, porque algún subordinado lo denunciaría. Por ello sería inconcebible para él hacerlo.

Por tanto, para acabar con un fenómeno que consiste en que la sociedad o empresa está anclada en un mal equilibrio, y moverse a un equilibrio mejor, es necesario cambiar la “norma social” y las “creencias” de todos sobre lo que es normal, de tal manera que las expectativas se modifiquen. No vale el cambio gradual, hay que en un momento cambiar lo que hace todo el mundo.

Por poner un ejemplo extremo del cambio coordinado necesario para salir de un equilibrio, Suecia decidió cambiar de lado por el que circulaban los coches de la izquierda a la derecha, en el llamado día H, el 3 de septiembre del 1967. Si sólo un grupo de conductores sigue el primer día la consigna de conducir por el otro lado, habrá caos. El éxito consiste en que la sociedad cambie toda a la vez, que todos, al ver un coche enfrente, tengan la expectativa de que el coche se echará a su derecha, no a su izquierda. Para concienciar a toda la sociedad, se llevó a cabo una campaña educativa de cuatro años, incluyendo anuncios por la televisión y concursos de canciones sobre la conducción por la derecha. Se trataba de que todo el país cambiara de “equilibrio” en el mismo momento.

En el caso de la corrupción, es crucial cambiar las expectativas de los que toman parte en estos intercambios criminales para que dejen de verlos como “lo normal”. Es necesario no solo perseguir, sino también concienciar, educar, asustar, ejemplificar, para convertir lo que ya hubiera debido ser anormal en anormal, y hacer de la honesta excepción, la regla. Hay muchos ejemplos en el mundo de cómo puede lograrse esto, como muestra el mayor experto del tema en el mundo, Ray Fisman, en un libro que publicará próximamente.

En primer lugar, tienen un papel crucial la prensa libre e independiente, que puede iluminar los comportamientos oscuros y corruptos. En los países donde el Estado controla a los medios, la prensa campa a sus anchas. Este es el caso de Malasia, China o Kenia. Un contra ejemplo notable es el de Vladimiro Montesinos, el brutal jefe de inteligencia del presidente Fujimori en Perú, que tras hacer un enorme esfuerzo por controlar a los medios dejó uno sin control, el Canal de televisión N, que terminó por ser el que reveló los videos de la corrupción y acabó con Montesinos, y luego con Fujimori.

Los ciudadanos también tienen un rol crucial en denunciar los excesos y cambiar lo que es percibido como normal. En China, una campaña consistente en poner en los medios sociales (Twitter, Facebook, Weibo etc.) fotos de los Rolex y otros relojes de lujo de los altos (y corruptos) funcionarios del Partido Comunista Chino fue un impulso decisivo en la actual lucha contra la corrupción. En el caso más famoso, aparecieron fotos del ministro de ferrocarril con varios Rolex cuyo valor era el de varias veces su salario anual como ministro.

Además, los ciudadanos deben apoyar explícitamente a los heroicos denunciantes de corrupción, y abandonar de una vez los peyorativos (“chivatos”) que nos hacen más parecidos a una mafia que a un país moderno. Un país que no otorga un reconocimiento social a quien se parte la cara por la legalidad es un país que, por mucho que lo diga de boquilla, no quiere de verdad cambiar.

Los gobiernos pueden y deben hacer mucho para cambiar de equilibrio. Debemos crear una agencia anticorrupción independiente, ayudar a los denunciantes de estos casos, que en muchos casos son machacados a pleitos, acosados laboralmente, y atacados por todos los medios por los políticos corruptos y sus amigos, dotar de medios a la justicia, aumentar la transparencia e independencia de la contratación pública.

Pero todas estas medidas legales no serán suficientes si no logramos cambiar la actitud de la sociedad la “cultura”. La clave está en el rechazo social: el problema no cambiará hasta que no se extienda la norma social que considere estos comportamientos como inaceptables.

Luis Garicano es catedrático de economía y estrategia de la London School of Economics y responsable de Economía, Industria y Conocimiento de Ciudadanos.

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