El mal negocio de tirar alimentos
El sector de la distribución tiene margen para evitar perder cada año más de 128.000 toneladas de comida
Estos días se ha disparado el consumo de frutas y hortalizas. Ocurre todos los años: después de las vacaciones de Semana Santa y con el cambio de estación, los españoles sienten un mayor deseo de llenar sus neveras de productos frescos. El efecto lo perciben los responsables de compras de las cadenas logísticas que abastecen los mercados; los reponedores; los envasadores; los agricultores… Pero quizá esta semana no haya hecho tan buen tiempo como para que las familias se decidan a cambiar sus hábitos invernales. Lástima para quien haya planificado grandes compras de existencias: tendrá que darles una salida antes de que se estropeen.
¿Cuánto dinero pierde la industria por alimentos que no vende? En la maraña de estudios disponibles —ninguno concluyente, todos parciales—, sobresalen varios datos que ilustran el problema: según un monográfico del Ministerio de Agricultura de 2013 basado en la encuesta del Barómetro de Confianza, el comercio mayorista de alimentos retira el 7,1% de todos los productos que llegan a sus lineales. La industria transformadora aparta un 7,7% y los agricultores y ganaderos más: un 8,1%.
Un estudio con datos de 2015 de la asociación AECOC —donde están representados El Corte Inglés, Carrefour, Mercadona o Eroski— apunta un porcentaje significativamente más reducido de desperdicio: el 1,7% de todo el volumen comercializado por la distribución se retira, medio punto menos que en 2013. El 43% de esos alimentos no son aptos para el consumo humano y se destruyen. Ese desperdicio alcanza en toneladas las 128.000 anuales, según otros cálculos: los de la Asociación Española de Distribuidores, Autoservicios y Supermercados (Asedas). Tienen un valor aproximado de 292 millones de euros, que se elevan a 336 millones con las donaciones.
Asedas utiliza las estadísticas del Ministerio de Agricultura para contabilizar, según lo que declaran desperdiciar sus asociados (una media del 0,6% de lo que venden), lo que puede llegar a retirar toda la distribución (hipermercados, supermercados y hard discount, excluidas tiendas de proximidad como fruterías o pescaderías). Pero la cifra se prevé mucho mayor atendiendo a otras variables. El gasto total en alimentación en España asciende, según Agricultura, a 98.052 millones, y el 67,8% lo realizan los hogares. El 72% de sus compras se efectúan en la gran distribución, lo que significa una facturación de 48.370 millones. Si se tiene en cuenta una proporción de alimentos retirados sensiblemente superior, como la que declara otra de las patronales, el valor de la alimentación no vendida superaría los 800 millones de euros sólo en España. Además de ser un drama en un país con 2,5 millones de niños bajo el umbral de la pobreza, constituye un problema económico.
En cualquier caso, con los datos en la mano es erróneo pensar que las empresas de distribución tiran mucha más comida que otros implicados en la cadena: según Eurostat, España es el séptimo país más derrochador de la UE, con 7,7 millones de toneladas, pero el agujero negro está en los hogares, responsables del 42% del desperdicio, con una media de 76 kilos por hogar al año. Un documento de la Comisión de Recursos Naturales del Comité Europeo de las Regiones fechado el pasado 1 de marzo señala que los hogares compran demasiado, no almacenan correctamente la comida y tiran muchas sobras. “A la industria manufacturera le corresponde el 39% del desperdicio (subproductos, productos deformados, dañados, sobreproducción); a los servicios alimentarios el 14% (por ofrecer porciones de distintos tamaños, problemas para anticipar la demanda, no satisfacer las preferencias de los clientes), y a la venta al por mayor y al por menor, el 5% (cambios de temperatura, normas estéticas, defectos de envasado, exceso de existencias)”.
El efecto contable de estas malas prácticas es irreparable pese a que parte de los excedentes se donen. Hay cientos de motivos. Una lata de Coca-Cola deformada tras una caída, un pack de yogures al que le falta una unidad, un arcón congelador que se estropea o un palé con hortalizas etiquetadas sólo en francés… “El problema tiene unas dimensiones importantísimas”, reflexiona el profesor de Dirección de Producción, Tecnología y Operaciones del IESE, Philip Moscoso. “De los eslabones de la cadena —productores, industria, distribución y consumidores— desperdician más los usuarios y menos las tiendas, pero esto es relativo, porque entran en juego las preferencias de estos últimos: hay frutas que por su aspecto no se venden porque nos han acostumbrado a que todo esté bonito, a que el pescado parezca recién salido del mar. Aunque lo retira el canal, lo hace en vista del comportamiento del consumidor”.
En España se pierden al año 7,7 millones de toneladas de alimentos
La mala noticia es que la cuestión, además de ser socialmente inaceptable, no tiene una solución ni fácil ni rápida: “Por una parte hay que incidir en el comportamiento del consumidor. Donde veo más margen es en el tema de la eterna fecha de caducidad, porque ahora se crea una sensación de que comprar un alimento cuando se acerca la fecha no es bueno, pero eso no significa que no sea apto para consumo”. Hay otra variable relacionada con gestión de inventarios: “Si eres capaz de mejorar tu agilidad, como hacen las cadenas de ropa aumentando sus colecciones, reduces el riesgo. Esto es más fácil para operadores grandes como Mercadona, o para quien no tiene tantos alimentos frescos en su surtido”.
La patronal Asedas insiste en que gestionar bien el stock, “para que nunca falte ni sobre producto —en miles de tiendas, que ofrecen, como mínimo, 10.000 o 12.000 productos—, es el auténtico milagro que realizan las empresas. Hay diferencias importantes entre lo que llamamos alimentación seca —la envasada—, que está absolutamente automatizada mediante los códigos de barras, y la fresca. En la primera, cada bip que se produce cuando un alimento pasa por caja genera automáticamente un pedido”, explica el director de Asedas, Ignacio García. “Se trabaja con previsiones históricas para ajustar los pedidos, que te dicen, por ejemplo, cuándo debes empezar a incrementar el stock de helados, al acercarse el verano. Luego están los productos con baja rotación, por ejemplo, las bebidas alcohólicas, que son más fáciles de gestionar porque no caducan”. El problema mayor está en los alimentos frescos. Los surtidos van cambiando según las estaciones, la caducidad es más corta y otras circunstancias, como que haga calor o frío, influyen en las decisiones de los consumidores. “Estos procesos se gestionan también con tecnología, pero aquí es más importante el factor humano. Entra en juego el criterio de los profesionales de las secciones de frescos, que suelen ser personas con una gran preparación”. Los empleados de Ahorramas tienen una instrucción: vender todo el producto fresco en el día. Admiten que utilizan plataformas de distribución “más reducidas” porque su objetivo no es almacenar. “En el caso del pescado, la operativa diaria es muy precisa: las tiendas remiten la información sobre ventas a la hora del cierre (sobre las nueve de la noche) y reciben el producto antes de su apertura el día siguiente”.
Francisco Comino, director de Sostenibilidad de Grupo DIA, razona que la eficiencia en cada compra y el stock del punto de venta es fundamental para evitar las llamadas “mermas”. “Nosotros, al tener un modelo basado en la proximidad, a veces servimos a las tiendas dos veces al día para que en cada momento haya lo que se necesita, ni más ni menos”. Asegura que el margen bruto en un negocio como el llamado hard discount ronda el 22% o 23%, a lo que hay que descontar los costes de explotación e impuestos. “Un 1% de desperdicio alimentario nos perjudica gravemente en la cuenta de resultados, y por encima de este porcentaje directamente nos puede llevar a pérdidas”, señala.
Los agricultores desaprovechan el 8,1% de los productos, según una encuesta
La logística
Se suele decir que el más tonto en la industria de la distribución hace lo que pone en práctica el más listo con dos años de retraso. Pero las abrumadoras cifras de desperdicio no dejan de ser un síntoma de que hay muchas cosas que podrían funcionar mejor en la cadena. El informe más reciente del Ministerio de Agricultura sobre este problema identifica, por este orden, los procesos logísticos, el etiquetado y empaquetado como los principales focos de excedentes. José Manuel Moreno, coordinación de la publicación elaborada por la consultora C Soluciones Empresariales, explica la dificultad de distinguir entre simples mermas durante el procesado y lo que comúnmente se conoce como pérdidas. “Si la industria compra 10 kilos de pimientos al agricultor y, tras asarlos, al bote llegan siete, se han perdido tres kilos. Pero ciertas partes de un alimento son susceptibles de ser aprovechadas en la cadena industrial, como por ejemplo los retales de ese mismo pimiento que se descartan para una determinada presentación, pero sirven para hacer tiras. Si el productor abre el abanico de presentaciones que ofrece al consumidor ahorrará inputs, como el coste de la destrucción de sus excedentes”, asegura Moreno. Proveedores de Mercadona han ensayado este tipo de fórmulas: Bynsa, industria especializada en alimentación animal, compra ahora a la empresa Arrocerías Pons su excedente de arroz partido; a Caladero sus restos de salmón y a Planificadora Alimentaria y Aragonesa de Harinas sus excedentes de harinilla para fabricar comida para animales. Con este sistema se han aprovechado cerca de 7.000 toneladas de producto. En Carrefour, como en otros supermercados, los productos perecederos que tienen una fecha próxima de consumo se ponen a la venta con un descuento del 50%, en un lugar especialmente establecido en el hipermercado. El presidente de Covirán, Luis Osuna, asegura que han aumentado su eficiencia con una plataforma de software integrada para sus más de 2.800 asociados.
Son ejemplos entre un mar de datos que invitan poco al optimismo. Una tonelada de pescado pierde desde el mar a la mesa pierde un 6,3% tras su transformación con un coste aproximado de 2,8 euros por kilo. Los pescados y crustáceos son los alimentos más delicados, aunque también los que más valor añadido aportan. En cambio, cada kilo de harinas, lácteos, bebidas o productos de pastelería que se pierden cuesta menos de un euro y, sin embargo, sus desperdicios durante el proceso de transformación son mucho mayores.
Nuevos formatos
AECOC cree que si se mejorasen los procesos de producción, si se escuchase más al cliente en demanda de nuevos formatos de envases o si se perdiese menos en el transporte, se reduciría el desperdicio un 83%. Pero hay muchas resistencias en un sector que quiere evitar a toda costa lo que internamente se llama “rotura de stock”. “La rotura de stock —que es la pesadilla de los distribuidores— sucede cuando la estantería se queda vacía de un producto. Especialmente si se trata de un producto que se considera insustituible, como una cebolla, la cosa es especialmente grave porque el consumidor, además de irse enfadado, no solo comprará las cebollas en otro supermercado, sino el resto de su cesta”, ilustra Ignacio García de Asedas. Para el profesor del IESE Philipe Moscoso es un error. “Hay grandes superficies que están empezando a cambiar esa sensación de abundancia que todos quieren dar a sus clientes. Están comenzando a compensar con una mayor frecuencia de reposiciones el hecho de que al final del día se termine un producto, por ejemplo el pan, y que las estanterías queden vacías, porque de otro modo tendrías que tirar ese alimento el día siguiente”.
Aurelio del Pino, presidente de la Asociación de Cadenas Españolas de Supermercados (ACES), insiste en que se trata de una cuestión de supervivencia. “El desperdicio va en la cuenta de resultados porque los márgenes son muy pequeños. Lo que pasa es que hasta hace unos años se abordaba el problema de manera individual, cada uno con sus proveedores. A la industria alimentaria le pasaba igual. No se había enfocado como una cuestión de la cadena alimentaria. Cuando se plantea el debate a raíz de la comunicación de la UE [de 2011], pensamos que hacía falta darle una mayor profundidad. Firmamos un convenio para tratar de enfocar el tema de manera sistemática. El Ministerio de Agricultura asumió la estrategia del desperdicio”, dice. Esa estrategia se llama “menos desperdicio, más alimento” y fue presentada en abril de 2013. Los firmantes, más de 100 compañías y asociaciones empresariales, instaban a diferenciar conceptualmente y de manera clara “las políticas de reducción de desperdicio y las iniciativas de solidaridad”, y advertían de que cualquier propuesta o revisión legislativa deberá basarse en “amplios procesos de consulta y en el consenso con los agentes económicos”.
De forma poco disimulada, la declaración conjunta de los empresarios exige que cualquier comunicación pública, sobre todo desde instancias oficiales, sea “muy medida y rigurosa, para respetar las opciones de los operadores económicos y de los propios consumidores. El consumidor debe estar adecuadamente informado, para lo cual es fundamental que los mensajes oficiales cuenten con el consenso de todos los agentes económicos”. Un recado de la todopoderosa industria de la alimentación contra el supuesto alarmismo social que, según sostienen, producen las informaciones ilustradas con montañas de alimentos a punto de ser destruidos. A puerta cerrada varios operadores reconocen que temen que España adopte una legislación como la que acaba de aprobar Francia, que prohíbe por ley a los supermercados tirar alimentos. Reino Unido e Italia debaten sus propias normas para atajar el problema. “Cualquier norma es absurda si no tiene en cuenta al consumidor”, admite un directivo de una patronal.
AECOC, con 300 empresas, puso en marcha su propia iniciativa hace cuatro años con un enfoque sobre toda la cadena, desde el sector primario al consumidor final. “Intentamos ver de qué manera las empresas pueden ayudar al consumidor a ahorrar, porque una gran parte del desperdicio está ligada al estilo de vida”, señala su directora de comunicación, Nuria Pedraza. “El plan tiene dos patas: analizamos las prácticas más eficientes y trabajamos para que los excedentes se redistribuyan a través de los bancos de alimentos o se valoricen en la alimentación animal o el compostaje”. Pero sólo miden cantidades de volumen, no el impacto económico de las pérdidas que supone el problema. “Les preguntamos a las empresas qué hacen con el 24% de los productos que no son aptos para el consumo, porque no lo sabemos. Hemos conseguido que en dos años se incremente un 6% el alimento recuperado y donado”. Cree que los problemas prácticamente son los mismos para todos los operadores, “quizá las soluciones no”, matiza Pedraza.
El paso final
Los receptores últimos de lo que no se destruye, los bancos de alimentos, han convertido sus almacenes en plataformas logísticas que reparten hasta 96 kilos por persona y año. El Banc dels Aliments de Barcelona tiene siete trabajadores fijos, más de 300 voluntarios permanentes y hasta 20.000 colaboradores durante la campaña de recogida de noviembre. Anna González Batlle, una de sus responsables, calcula que 6 de cada 10 kilos de comida que reciben procede de empresas. “Están en excelentes condiciones de consumo y de seguridad, pero por diferentes motivos no son comercializables. La mayor cantidad nos llega de la industria alimentaria. Además, tenemos un programa para aprovechar fruta que por su bajo precio no pasa a la cadena de distribución. La convertimos en zumos al vacío durante la temporada alta de cítricos. Otros productos, como el pescado, lo gestionamos peor, no hemos encontrado soluciones a gran escala, aunque tenemos una cadena de frío”.
Cada año que pasa, González Batlle percibe que se recortan las donaciones que hacen las distribuidoras que, por ahora, el Banco de Alimentos compensa ampliando su base de donantes. Ante la pregunta de si hay algún gran operador que no dona o dona poco, esquiva la respuesta. “El compromiso de todos ellos es cada vez mayor”.
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