Parches con pasaporte
Las nacionalidades o residencias por inversión son una solución limitada para situaciones de crisis en fase de desesperación
La crisis financiera ha exacerbado la imaginación de los gobiernos para atraer inversiones. Operaciones que en un periodo de prosperidad normal (ese del que ya nadie se acuerda cómo era) se consideran marginales o sencillamente estrambóticas, en periodos de crises aparecen como imprescindibles, prácticamente como un recurso único para salvar los muebles. Y ese es el caso de los visados de oro, maniobra que consiste en facilitar la nacionalidad de un país a cambio de comprometer en dicha país un mínimo de inversión o traer capital. El hecho es perfectamente descriptible en términos sencillos (se trata de comprar una nacionalidad o una residencia); pero como la sencillez suele ser sospechosa —lo que se entiende puede cuestionarse— se ha preferido usar el modismo inglés golden visa; al fin y al cabo, también en la compra de nacionalidades aparece el dinero de plástico.
Nadie se sorprenderá de que una necesidad (atraer capitales vendiendo la nacionalidad) haya generado una espesa ramificación de intermediarios que obtienen pingües beneficios poniendo en contacto gobiernos que buscan capitales con inversores descontentos de las condiciones de negocio en sus países de origen. En realidad, el intermediario de nacionalidad es un producto más, y no precisamente el peor retribuido, de los negocios que surgen al calor de las crisis o de las catástrofes. Así, los momentos difíciles van generando sus propios salvavidas, ofreciendo oportunidades de negocio de marcado carácter coyuntural. El capital atraído con el cebo de la residencia es, por su propia naturaleza, volátil y circunstancial. Se mantiene ligado a condiciones regulatorias específicas y no se beneficia del arraigo de la inversión que obedece a razones estrictamente sociales o económicas.
La nacionalidad por dinero presenta inconvenientes implícitos y explícitos que los gobiernos que recurren a ella (unos 20) se afanan en esconder. El más evidente no es económico; convertirse en español, francés o bielorruso porque España, Francia o Bielorrusia premian a un inversor descontento con su nacionalidad implica poner en almoneda lo que los ciudadanos consideran esencia de su patriotismo (constitucional, por supuesto). Es un trato de favor, de n naturaleza no muy diferente de una amnistía fiscal. En términos de efecto inversor, los analistas exponen ciertos riesgos (la entrada de capital puede generar burbujas en mercados específicos, o bien las condiciones pueden atraer a inversores rechazados en otros países por conductas poco claras). No es necesario insistir en la diferencia de percepción que existe entre la reticencia con que se acoge a inmigrantes, incluso aunque sean personas de alta cualificación, y el deseo de atraer capitales (a cambio de pasaportes) con protocolos de admisión que no se conocen explícitamente.
La razón última de desconfianza hacia el procedimiento es, no obstante, de carácter pragmático. La golden visa no resuelve la falta de inversión en un país si esa carencia es de orden estructural; y apenas la mitiga si es de naturaleza coyuntural. La atracción de capitales debe atenerse a criterios de permanencia, con el fin de que generen empleo estable en el país de acogida de la inversión; y esa estabilidad en muy raras ocasiones está asociada a peripecias personales, sino a intereses corporativos, implicados en criterios muy amplios o, al menos, más amplios que el propio beneficio (fin principal), como las ventajas sociales, el bienestar de los empleados o la generación de empleo que, finalmente, como enseñaba ya el propio Adam Smith, revierta a la empresa a través del consumo. Los pasaportes por inversión son un parche limitado para situaciones de crisis en fase de desesperación; y también una forma de decir que algo se está haciendo cuando no se sabe con precisión qué es lo que hay que hacer.
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