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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Demasiado responsables

Europa pagará por su moralina complaciente durante los próximos años, quizás décadas

Paul Krugman
Mario Draghi, el pasado día 22 de enero.
Mario Draghi, el pasado día 22 de enero.

Estados Unidos y Europa tienen muchas cosas en común. Los dos son multiculturales y democráticos; los dos son inmensamente ricos; los dos poseen divisas con un alcance mundial. Los dos, por desgracia, experimentaron burbujas inmobiliarias y crediticias entre 2000 y 2007 y sufrieron dolorosas recesiones cuando las burbujas estallaron.

Sin embargo, desde entonces, la política a ambos lados del Atlántico ha seguido rumbos diferentes. En una de estas grandes economías, las autoridades han hecho gala de un fuerte compromiso con la virtud fiscal y monetaria, y han hecho extenuantes esfuerzos para equilibrar los presupuestos y al tiempo mantenerse alertas frente a la inflación. En la otra, no tanto.

Y la diferencia de actitud es la principal razón por la que las dos economías van ahora por caminos tan diferentes. El manirroto y desprendido Estados Unidos está experimentando una recuperación sólida, una realidad reflejada en el enérgico discurso sobre el Estado de la Unión del presidente Obama. Mientras tanto, la virtuosa Europa se hunde cada vez más en las arenas movidizas de la deflación; todo el mundo confía en que las nuevas medidas monetarias anunciadas el jueves rompan la espiral descendente, pero nadie que yo conozca espera realmente que sean suficientes.

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En cuanto a la economía estadounidense: no, no es el amanecer de Estados Unidos, por no hablar ya de una prosperidad similar a la que alcanzamos durante el Gobierno de Clinton. La recuperación podría y debería haber llegado mucho más deprisa, y la renta de los hogares sigue estando muy por debajo del nivel anterior a la crisis. Aunque nunca lo adivinarían a juzgar por el debate público, la gran mayoría de los economistas coincide en que el estímulo de Obama en 2009 y 2010 contribuyó a limitar el daño derivado de la crisis financiera, pero fue demasiado pequeño y su efecto dejó de notarse pronto. Así y todo, si comparamos los resultados de la economía estadounidense a lo largo de los dos últimos años con todas esas predicciones pesimistas de los republicanos, pueden entender por qué Obama se muestra un tanto altanero.

Por otra parte, Europa —o, más concretamente, la zona euro, es decir, los 18 países que comparten una moneda común— se ha equivocado prácticamente en todo. En el aspecto fiscal, Europa nunca ha aplicado muchos estímulos, y se ha apresurado a volver a la austeridad —con recortes de gastos y, en menor medida, aumentos de los impuestos— a pesar del elevado desempleo. En el aspecto monetario, los funcionarios se han dedicado a combatir la amenaza imaginaria de la inflación, y han tardado años en reconocer que la amenaza real era la deflación.

La austeridad europea reflejaba la obstinación en hacer un diagnóstico erróneo de la situación

¿Por qué se han equivocado tanto?

En cierta medida, el giro hacia la austeridad reflejaba la debilidad institucional: en Estados Unidos, programas federales como la Seguridad Social, Medicare y los vales de alimentos contribuyeron a dar apoyo a estados como Florida, donde el desplome del mercado inmobiliario fue especialmente grave, mientas que países europeos que atravesaban apuros similares, como España, quedaban a su suerte. Pero la austeridad europea también reflejaba la obstinación en hacer un diagnóstico erróneo de la situación. En Europa, como en Estados Unidos, los excesos que desembocaron en la crisis afectaban abrumadoramente más a la deuda privada que a la pública, con Grecia como principal anomalía. Pero los altos cargos de Berlín y Bruselas decidieron hacer caso omiso de la evidencia y se decantaron por una narrativa que atribuía toda la culpa a los déficits presupuestarios, y, al mismo tiempo, negaron las pruebas e insinuaron —con razón— que intentar atajar los déficits en una economía deprimida agravaría la depresión.

Mientras tanto, en 2011 los gobernadores de los bancos centrales europeos decidieron preocuparse por la inflación y subir los tipos de interés, incluso cuando era obvio que era una estupidez hacerlo. Es cierto que ha habido un repunte de la inflación general, pero las medidas de la inflación subyacente eran demasiado bajas, y no demasiado altas.

La política monetaria mejoró mucho después de que Mario Draghi se convirtiese en presidente del Banco Central Europeo a finales de 2011. De hecho, casi con total seguridad sus heroicos esfuerzos por procurar liquidez a los países que se enfrentaban a ataques especulativos salvaron al euro del colapso. Pero no está claro en absoluto que tenga las herramientas para combatir las fuerzas deflacionarias de más amplio alcance puestas en marcha por años de políticas equivocadas. Es más, tiene que actuar con una mano atada a la espalda, porque Alemania sigue oponiéndose terminantemente a cualquier cosa que pueda hacer la vida más fácil a los países endeudados.

Europa  se ha equivocado prácticamente en todo

Lo terrible es que la economía europea se ha hundido en nombre de la responsabilidad. Es cierto que ha habido épocas en las que ser fuerte significaba reducir los déficits y resistir la tentación de emitir moneda. Sin embargo, en una economía deprimida, la fijación con el equilibrio presupuestario y la obsesión por la moneda fuerte son profundamente irresponsables. No solo son perjudiciales para la economía a corto plazo, sino que pueden —y en Europa así lo han hecho- infligir daños a largo plazo, menoscabando el potencial de la economía y llevándola a una trampa deflacionaria de la que es muy difícil escapar.

Tampoco fue un error inocente. Lo que me sorprende de los arcontes europeos de la austeridad, de sus decanos de la deflación, es su autocomplacencia. Se sentían cómodos, tanto emocional como políticamente, exigiendo sacrificios (a otros) en un momento en el que el mundo necesitaba más gasto. Todos ellos han sido demasiado propensos a pasar por alto la evidencia de que se estaban equivocando. Y Europa seguirá pagando el precio de su autocomplacencia durante los próximos años, o quizá décadas.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía y profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton.

© The New York Times Company, 2015.

Traducción de News Clips.

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