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Columna
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Evitemos otro drama a los griegos

Reordenar la deuda es factible, está previsto y evita el mayor daño social de los impagos

Xavier Vidal-Folch

La deuda griega (177% del PIB) es impagable. Y, por tanto, debe condonarse, cancelarse o reestructurarse mediante una quita sustancial. Este mantra no es monopolio de la izquierda radical. Lo sostienen, día sí y día también, académicos de la derecha radical —como el alemán Hans-Werner Sinn— para reiterar que hay que echar a Grecia del euro. Aunque lo formulen con disimulo: “Unas vacaciones temporales”. Las inventó en 2010 un profesor norteamericano antieuropeo, que propagaba que la moneda única provocaría una guerra civil europea y cuya ejemplar gestión personal como director llevó a la ruina a la aseguradora AIG: Martin Feldstein, economista de cabecera de Ronald Reagan.

Ya Richard Baldwin y Charles Wyplosz le leyeron la cartilla, demostrando que el Grexit —la salida del euro— arruinaría a los griegos aún más que la mala gestión pasada del euro: en el intervalo de cambiar a la dracma se crearía pánico y turbulencia; se quedarían colgados de la brocha de una divisa insolvente y se dispararía el coste de las transacciones y las deudas aún existentes (“How to destroy the eurozone”, www.voxeu.org, 22 de febrero de 2012). De modo que impagos, repudios, quitas a la deuda no son de por sí el éxtasis de una política económica progresista. Y aún menos cuando el grueso de los acreedores europeos (240.000 millones) ya no son bancos ni fondos privados de inversión (se fueron). Los perjudicados serían los Estados miembros de la UE, los contribuyentes. El coste de la operación (practicada al 100%) sería de 76.000 millones para los alemanes y de 26.000 para los españoles (incluidos los de Parla y Santa Coloma).

Pese al estado de excepción social de Grecia, la economía apuntó en 2014 cuatro datos/estimaciones que militan contra su Gran Depresión (pérdida de un cuarto de su PIB desde 2009): un inédito crecimiento del PIB cercano al 1% (0,7% en el tercer trimestre); un déficit del 1,6% (¡la décima parte del 15% de 2009!: ¿alguien exhibe un esfuerzo semejante?); un descenso de 2,3 puntos del paro (hasta un aún brutal 25%); y un superávit primario presupuestario (sin contar los intereses de la deuda) próximo al 0,7%. A gentes capaces de esos logros —con un Estado superprecario— no se las puede llevar al degüello del default, la quiebra y el caos, ni siquiera por razón de un semirrepudio bienintencionado, incluso moralmente explicable. Porque además, aunque sea muy difícil, no es imposible que sean capaces de pagar la deuda. Depende. Sobre todo de qué ritmo alcance el crecimiento (a más PIB, menos deuda/sobre PIB) y qué inflación se genere (ayuda a rebajar la deuda).

Hay recetas en principio menos costosas. Reorganizar la deuda comparte las ventajas de una quita, suavizar su carga, evitando sus perjuicios (turbulencias, contagio, crisis política). Y permitiría que el superávit primario se dedicase en mucha mayor cuantía a un programa social de choque: alargar aún más los plazos (15 años los préstamos bilaterales; 10 los del fondo de rescate), bajar 100 puntos básicos los tipos de interés, abaratar 10 puntos las tarifas de garantía, reducir el porcentaje de cofinanciación (aportación nacional) de los proyectos de los fondos estructurales europeos. Todas estas “iniciativas” figuran en la Declaración del Eurogrupo de 27 de noviembre de 2012: son precompromisos de la eurozona, bajo Jean-Claude Juncker. “Serán considerados en la próxima revisión”, rezan las del 5 de mayo de 2014, con Jeroen Dijsselbloem. ¡Si el esquema está acordado e inédito!

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