Volver a lo básico
El Gobierno que salga de las urnas debe renunciar a los experimentos, sanear las cuentas y controlar el IPC
Quien mira de forma apresurada a Brasil corre el riesgo de elaborar un diagnóstico equivocado del estado de salud de su economía. Brasil no sufre ni de una enfermedad degenerativa ni se tambalea como un borracho. Adolece de unos cuantos focos de infección y está deprimido, eso sí, pero no le pasa nada que no cure un antibiótico de amplio espectro o una buena dosis de antidepresivos.
En la ficha médica del paciente figura que la economía brasileña ha pasado por una sucesión de cuatro años de avances insignificantes del PIB, que afronta una inflación persistente y una deuda pública creciente equivalente, por ahora, al 37% del PIB. Los precios que equivalen al 25% del consumo, esto es, los combustibles, la energía y los transportes públicos, están controlados por el Gobierno. También controla el precio del real, que se encuentra fuera del mercado: a fin de evitar que esa misma inflación se dispare, el Banco Central brasileño lo mantiene artificialmente a base de subastas públicas.
Estos síntomas no surgieron de la nada. Son consecuencia de decisiones políticas cuestionables. A mediados de 2012, el Gobierno de Dilma Rousseff retomó una propuesta del Partido de los Trabajadores (PT), formulada 12 meses antes, basada en una interpretación peculiar de los modelos keynesianos: bastaba con estimular el consumo de masas para que la producción fuera detrás, como el chivo persigue a las cabras. Con el argumento de que era preciso aplicar políticas anticíclicas, el gasto público se disparó, las transferencias de renta hacia los más pobres aumentaron y el crédito subsidiado para las empresas fue amparado hasta con operaciones fiscales sospechosas.
Pero la producción no acompañó el avance del consumo porque la industria ha perdido competitividad. Tecnológicamente atrasada, cuenta con equipamientos de 17 años de media contra los siete u ocho años de países que compiten con Brasil. La industria también debe superar una alta carga tributaria y unas infraestructuras ineficientes que encarecen los productos.
No todo en la economía brasileña está anotado con números rojos. Durante los últimos 11 años largos del Gobierno del PT se han incorporado al mercado cerca de treinta millones de consumidores, más o menos una población equivalente a la de Venezuela y casi a la de Polonia. A estas clases emergentes les gusta lo que han probado y quieren más. A pesar de los malos resultados económicos, el desempleo coquetea con mínimos históricos (un 5%). Y no se puede acusar mucho a los Gobiernos de no haber aprovechado nada los buenos tiempos de las exportaciones de materias primas en alza. En ese periodo, el Gobierno del PT acumuló 370.000 millones de dólares en reservas externas, lo que no es poco. Y que nadie se olvide de que las reservas de petróleo se calculan en cerca de 80.000 millones de barriles de petróleo y de gas.
El Gobierno que salga de las urnas el día 26 de octubre deberá renunciar a los experimentos y reforzar los fundamentos, volver a lo básico. Será necesaria más disciplina presupuestaria y más transparencia, sacar ciertos cadáveres fiscales escondidos en el armario. Con todo, ¿qué serviría de antidepresivo, qué haría despertar el espíritu agresivo de los empresarios? Bastaría con el compromiso creíble del nuevo Gobierno con el saneamiento de las cuentas públicas y con el cumplimiento de las metas de inflación para que la confianza hoy quebrada se recomponga.
Celso Ming es periodista económico, columnista del diario O Estado de São Paulo.
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