Crisis de la eurozona: diseño, políticas e instituciones
La crisis de la eurozona no se ha superado. Acabamos de conocer las opiniones mayoritarias de los directivos empresariales europeos y los datos de crecimiento correspondientes al primer trimestre: son decepcionantes y acentúan el contraste entre las declaraciones de las autoridades comunitarias y la realidad. Es difícil justificar la espera para adoptar decisiones que neutralicen los riesgos de japonización, de “estancamiento secular” en los que pueden derivar el exceso de capacidad, baja inflación, elevado endeudamiento privado y público y la persistencia de las disfuncionalidades en los sistemas bancarios.
En las últimas semanas se han intensificado los análisis, incluso los debates, sobre la naturaleza, las causas y las posibles soluciones de la prolongada crisis que está sufriendo la eurozona. He tenido la suerte de participar en algunos y en la mayoría de ellos la discusión acaba centrándose fundamentalmente en dos aspectos: los problemas de diseño de la Unión Monetaria y la ausencia de instituciones comunes especificas, propias de una completa integración. En menor medida se atiende a la gestión de la crisis, a las políticas para neutralizar sus más adversas consecuencias. En ocasiones se considera incluso que los resultados de las decisiones adoptadas no se deben tanto a la mala elección como a los pecados originales del proyecto de integración monetaria y a la ausencia de una fiscal y política que la reforzaran.
Adelanto mi opinión: la severa particularización de la crisis en la eurozona estaba justificada en importantes desequilibrios, específicos de algunas economías, pero las políticas adoptadas han sido incorrectas, y aun cuando la eurozona hubiera sido desde el principio una “zona monetaria óptima” y hubiera dispuesto de instituciones propias, los resultados también habrían sido peores que los que ha ofrecido la gestión de la crisis en la economía que la generó, la estadounidense, donde se aplicaron políticas fiscales y monetarias más adecuadas y más diligentes. No se trata de minimizar la importancia de esos aspectos básicos —el diseño y las instituciones—, sino de jerarquizar su influencia en los resultados que ahora verificamos: de distinguir entre lo urgente y lo importante a los efectos de corregir errores. Y lo urgente era acertar con las políticas de estímulo adecuadas al propósito prioritario de reducir los efectos adversos de la crisis.
Es un hecho que en la concepción de la unión monetaria no se tuvieron en cuenta las prescripciones académicas que se deducían del enfoque de las zonas monetarias óptimas, inicialmente concebido por el Nobel Robert Mundell (‘A theory of optimal currency areas’, en The American Economic Review, septiembre de 1961). En ese trabajo, así como en los de otros autores, se definían las condiciones bajo las que podría funcionar sin problemas una moneda única para varias regiones o naciones. Al prescindir de la flexibilidad del ajuste en el tipo de cambio, ante perturbaciones asimétricas en el seno de la Unión, la respuesta tendría que operarse a través de la movilidad de los factores, fundamentalmente del trabajo. Otros progenitores de ese enfoque, como Peter Kenen, argumentaron que una integración fiscal podría contribuir a paliar esos shocks asimétricos. Con todo, conviene recordar que Mundell fue uno de los principales defensores del nacimiento del euro en los términos del Tratado de Maastricht.
Es difícil justificar la espera para adoptar decisiones que neutralicen los riesgos de japonización, de “estancamiento secular”
Claro que hubiese sido mucho mejor que en el momento del diseño del Tratado de Maastricht, los países dispuestos a compartir moneda hubieran satisfecho esas exigencias óptimas. Pero no fue así. Y con independencia de las circunstancias políticas (sugerentes, pero no esenciales ahora), las únicas condiciones de acceso fueron las impuestas por Alemania, expresivas de la convergencia nominal de las economías. Se confiaba en que dentro de esa comunidad monetaria, el roce haría el cariño y se acabaría avanzando hacia la unión fiscal y política. Pero tampoco tuvo lugar: en los 10 años de vida hasta el desencadenamiento de la crisis, nada se hizo por fortalecer las bases de la unión monetaria. Y esa unión incompleta acentuó su vulnerabilidad. Pero no es la causa única de que la eurozona haya sufrido una crisis de deuda pública sin precedentes, crezca poco y tenga un elevado desempleo y pobres perspectivas de recuperación.
La principal razón de que los daños hayan sido aquí muy superiores que en EE UU es la reacción a la crisis con un diagnóstico incorrecto y la imposición de políticas que han generado efectos contrarios a los supuestamente pretendidos. Incluso en el seno de una unión política, de prevalecer los diagnósticos y las pretensiones que han dominado en la eurozona a partir de mayo de 2010, los resultados hubieran sido muy negativos. Si en la más completa de las uniones políticas correspondientes con un área monetaria óptima se hubiera confiado en esa errónea concepción de la “austeridad expansiva” como único paliativo frente a la crisis, los resultados hubieran sido igualmente adversos. Las consecuencias hubieran sido graves si en plena recesión se hubiera antepuesto el ajuste fiscal a ultranza, como se hizo en la eurozona, a la adopción de políticas legalmente posibles, de instituciones comunes, como la anunciada por el propio Banco Central Europeo (BCE) en julio de 2012, cuando se mostró dispuesto a utilizar instrumentos que ya utilizaron sus colegas en EE UU o Reino Unido. Sin embargo, con independencia del origen privado o público del endeudamiento, de la estabilidad bancaria o del impacto que pudieran llegar a tener las restricciones fiscales sobre el crecimiento económico, se aplicó el mismo recetario cuyos efectos contractivos todavía se aprecian, no solo en las economías periféricas.
Con instituciones propias de una federación en toda regla podrían haberse adoptado decisiones erróneas del tenor de las adoptadas. Hubiera sido quizá menos probable si el grado de democratización y eficacia de las mismas fuera suficiente, pero no descartable. Y además, lo relevante ahora no es tanto lamentarse por el distanciamiento de las exigencias de una zona monetaria óptima, sino cambiar hacia políticas más eficaces y, desde luego, aprovechar para acelerar la dinámica de integración, como se ha hecho con la transición a la Unión Bancaria y como debería concretarse con la Unión Fiscal.
Es hora de que desde la Comisión Europea hasta el BCE se adapten los diagnósticos y se actúe consecuentemente. Dadas las manifiestas dificultades para que prosperen iniciativas decididamente estimuladoras del crecimiento en las economías nacionales que disponen de margen de maniobra para hacerlo, ha de ser la institución común más importante, el BCE, quien tome cartas en el asunto y deje de ir a remolque de los acontecimientos. Puede adoptar decisiones en los dos ámbitos que es formalmente posible sin violar sus importantes restricciones estatutarias. Reduciendo los tipos de interés de referencia, hasta hacer negativo el de la facilidad de depósito, y comprando activos financieros en el mercado secundario. No necesariamente títulos de deuda pública de la eurozona, sino también aquellos que en mayor medida pueden contribuir al alejamiento de los temores deflacionistas, de la depreciación del euro y, en definitiva, a fortalecer el magro crecimiento con que se han echado las campanas al vuelo. Ha sido un error que decisiones de todo punto necesarias, como aquellas destinadas a eliminar los problemas de trasmisión de la política monetaria, incluso respaldadas unánimemente, queden subordinadas a la celebración de las elecciones europeas. Y se agravaría si volvieran a hacerlo al conocimiento de los resultados de las pruebas bancarias, el próximo otoño.
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