Economía climática demencial
Miren adonde miren estos días, verán que el marxismo está en auge. Bueno, vale, a lo mejor ustedes no; pero los conservadores sí. Si mencionan siquiera la desigualdad de rentas, les tacharán de ser una reencarnación de Iósif Stalin; Rick Santorum ha declarado que todo uso de la palabra “clase” es un “discurso marxista”. En opinión de la derecha, hay motivos siniestros acechando por doquier; por ejemplo, George Will dice que la única razón por la que los progresistas defienden el tren es que pretenden “reducir el individualismo de los estadounidenses a fin de predisponerlos más al colectivismo”.
Así que ni que decir tiene que Obamacare, basada en ideas surgidas inicialmente en la Fundación Heritage, es un programa marxista; exigir que los ciudadanos contraten un seguro es prácticamente lo mismo que enviarlos a los gulags.
Y esperen a que el Organismo de Protección Medioambiental (EPA, por sus siglas en inglés) anuncie las normas destinadas a frenar el cambio climático.
Hasta ahora, la locura climática de la derecha se ha centrado principalmente en atacar a la ciencia. Y ha sido todo un espectáculo: a estas alturas, casi todos los afiliados al Partido Republicano defienden la opinión de que el cambio climático es un engaño gigantesco, que los miles de artículos de investigación que demuestran que el planeta se está calentando —el 97% de la literatura sobre el tema— son el producto de una inmensa conspiración internacional. Pero cuando el Gobierno de Obama empiece a tomar medidas reales basadas en esas pruebas científicas, es cuando la economía climática demencial alcanzará todo su potencial.
Ya podemos hacernos una idea de lo que nos espera por las opiniones que discrepan de un fallo reciente del Tribunal Supremo acerca de la contaminación causada por una central eléctrica. La mayoría de los jueces han estado de acuerdo en que el EPA tiene derecho a regular la niebla tóxica procedente de las centrales de carbón, niebla que se dispersa más allá de los límites interestatales. Pero el juez Antonin Scalia no solo ha discrepado; ha indicado que la norma propuesta por el EPA —que vincularía la magnitud de las reducciones de la contaminación exigidas a los costes— era un reflejo del concepto marxista “de cada cual según su capacidad”. ¿Tener en cuenta los costes es marxista? Quién lo iba a decir.
Y ya pueden imaginarse lo que pasará cuando el EPA, fortalecido por la norma sobre la contaminación, pase a regular las emisiones de gases de efecto invernadero.
¿A qué me refiero cuando hablo de economía climática demencial?
Primero, veremos que cualquier intento de frenar la contaminación se tacha de acto tiránico. La contaminación no siempre ha sido una causa de profunda división partidista: los economistas del Gobierno de George W. Bush encomiaron el control de la contaminación “basado en el mercado” y, en 2008, John McCain propuso un sistema de límites e intercambio para los gases de efecto invernadero durante su campaña presidencial. Pero cuando los demócratas de la Cámara aprobaron de hecho una ley de limitación y comercio en 2009, se la atacó tachándola —como habrán adivinado— de marxista. Y, hoy día, los republicanos se lanzan como fieras contra todas las restricciones, incluso las que son claramente más necesarias, como el plan para reducir la contaminación que está destruyendo la bahía de Chesapeake.
En segundo lugar, oiremos afirmar que todo intento de limitar las emisiones tendrá lo que el senador Marco Rubio ya califica de “un efecto devastador en la economía”.
¿Por qué es esto demencial? Normalmente, los conservadores ensalzan la magia de los mercados y la adaptabilidad del sector privado, que supuestamente es capaz de superar fácilmente cualquier restricción impuesta por, digamos, el suministro limitado de recursos naturales. Pero en cuanto alguien propone añadir unas cuantas restricciones en respuesta a los problemas medioambientales —como poner un tope a las emisiones de carbono—, esas omnipotentes corporaciones aparentemente pierden toda su capacidad para afrontar los cambios.
Ahora bien, las normas que probablemente imponga el EPA no le darán al sector privado tanta flexibilidad como habría tenido con un tope para el carbono o un impuesto sobre las emisiones que se aplicase a todos los sectores económicos. Pero eso es culpa únicamente de los propios republicanos: su oposición inflexible a toda clase de política climática ha hecho que las medidas ejecutivas de la Casa Blanca sean la única vía por la que poder avanzar.
Además, se da la circunstancia de que centrarse en la política climática relacionada con las centrales de carbón no está mal como primer paso. Estas centrales no son la única fuente de emisiones de gases de efecto invernadero, pero son una parte considerable del problema (y los mejores cálculos que tenemos sobre el camino que hay que seguir indican que la reducción de las emisiones de las centrales eléctricas será una parte importante de cualquier solución).
¿Y qué hay del argumento de que las acciones unilaterales estadounidenses no servirán de nada porque el verdadero problema es China? Es cierto que ya no somos el primer emisor de gases de efecto invernadero, pero seguimos siendo un segundo emisor muy importante. Además, las medidas de Estados Unidos contra el cambio climático son un primer paso necesario hacia un acuerdo internacional más general, que seguramente incluirá sanciones contra los países que no participen.
Así que la tormenta de fuego que se avecina como consecuencia de las nuevas normas sobre las centrales eléctricas no será un verdadero debate, del mismo modo que no hay un verdadero debate sobre la climatología. En vez de eso, las ondas estarán plagadas de teorías de la conspiración y de afirmaciones absurdas sobre los costes, todo lo cual debemos ignorar. Puede que la política climática por fin esté llegando a alguna parte; no dejemos que la economía climática demencial se interponga en el camino.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008.
© 2014 New York Times News Service.
Traducción de News Clips.
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