La UE como factor de riesgo político
Por qué tendría que sorprendernos el aumento del racismo, el antieuropeísmo y el populismo en Europa, si las instituciones y los Gobiernos europeos no hacen nada realmente eficaz para frenar las causas que los alimentan? Todo lo contrario, las políticas frente a la actual crisis financiera y económica fomentan esos movimientos.
No tengo duda de que las autoridades están preocupadas por esos fenómenos. Pero sus respuestas van orientadas a frenar alguno de sus efectos secundarios, no a erradicar sus causas. La decisión de David Cameron de aumentar los controles a la inmigración de rumanos y búlgaros y cerrarles el acceso a los servicios de salud es un ejemplo. Otro, la disposición del Gobierno francés para actuar judicialmente contra el cómico Dieudonné por el uso de la quenelle, un gesto que recuerda el saludo fascista.
¿Cuáles son, entonces, los factores reales que están detrás de esos movimientos xenófobos y populistas? Fíjense en esta coincidencia. Desde finales del siglo XIX y los años previos a la I Guerra Mundial y, especialmente, durante el primer tercio del siglo XX, el auge de este tipo de movimientos coincidió con situaciones de estancamiento económico, elevado desempleo y desigualdad. Cuando la población experimenta un deterioro brusco de sus condiciones de vida y cuando, en esas circunstancias, los Gobiernos aplican políticas de austeridad, la incertidumbre y el miedo al futuro se extienden entre la población.
A su vez, el miedo al futuro entre la población alimenta la xenofobia, el odio al “otro”; y el miedo a la “mecánica del odio” lleva a los Gobiernos a respuestas autoritarias. Por uno y otro lado, los daños los reciben las libertades civiles y la democracia. En esta situación vale la pena recordar las palabras del presidente Franklin D. Roosevelt cuando, en su toma de posesión, en medio de la Gran Depresión de los treinta, señaló “que a lo único que debemos temer es al miedo”.
Las autoridades, los Gobiernos y las élites europeas tienen que ser conscientes de que, en su actual funcionamiento, la UE es un factor de riesgo político grave
¿Podría la coincidencia en este 2014 del centenario del inicio de la Gran Guerra servir de antídoto? Me gustaría creerlo. Pero mucho me temo que las circunstancias económicas y la política europea son un factor de riesgo político. Por cuatro razones.
Primera. La agenda oficial de la política económica europea sigue dominada por el objetivo de reducción rápida del déficit, en interés básicamente de los prestamistas. El crecimiento, el paro y la desigualdad no están dentro de sus prioridades reales, son meras declaraciones retóricas.
Segunda. El euro, en su actual lógica de funcionamiento, es como una golden straitjacket, una camisa de fuerza de oro, que impide a las economías de los países en crisis margen para crecer, a pesar de los esfuerzos de sus poblaciones. La apreciación del euro frente a todas las monedas en 2013 se comió las ganancias de competitividad de las reducciones salariales internas. Esto es algo frustrante, que crea resentimiento en la población. Y es una contradicción que la única área del mundo que está estancada económicamente sea la que tiene la moneda más fuerte.
Al euro le sucede algo similar a lo ocurrido con el sistema patrón oro vigente en la etapa previa a la Gran Guerra y después de ella, hasta que, en medio de la Gran Depresión, Inglaterra y Estados Unidos decidieron desprenderse de esa camisa para facilitar el crecimiento y el empleo. Algo que, por cierto, permitió a la democracia subsistir en esos dos países, al contrario de lo que ocurrió en la Europa continental.
Tercera. La fragmentación financiera que sufre la zona euro. Un grupo de países tienen que pagar un elevado sobrecoste, de entre 200 y 300 puntos básicos, para financiarse, respecto de lo que pagan otros, como Alemania. Esto es algo que no puede mantenerse mucho tiempo, asesina el crecimiento y el empleo en los países que han de pagar ese sobrecoste. Y es la negación de la propia esencia de una unión económica y monetaria.
Cuarta. La UE está coqueteando con la deflación. Es decir, con una bajada generalizada de los precios. Esto es algo a lo que todo economista sensato teme porque no se sabe cómo hacerle frente. Miren el caso de Japón, que lleva en esa situación desde la crisis inmobiliaria de 1992. La deflación es especialmente peligrosa para las economías altamente endeudadas, porque el pago de la deuda es más costoso a medida que los precios y las rentas bajan.
Hay un consenso amplio en que la estabilidad de precios está alrededor del 2%. En una entrevista publicada en este mismo suplemento de Negocios el domingo pasado, Mario Draghi, el presidente del Banco Central Europeo (BCE), reconocía ese riesgo deflacionario y decía que “tenemos que tener mucho cuidado de no caer permanentemente por debajo de una tasa del 1% y, por tanto, en la zona de peligro”. Estamos jugando con ese peligro, especialmente en las economías en crisis como en España, donde la inflación cerró 2013 en un 0,2%.
Esos cuatro factores tienen en común que acentúan el estancamiento económico, el paro y la desigualdad en Europa. Y la falta de crecimiento, el paro masivo y la elevada desigualdad son los tres jinetes del Apocalipsis que alimentan la xenofobia, el populismo y el antieuropeísmo.
Hay, sin embargo, algunas señales de esperanza. La más importante es el comportamiento del BCE. Creo no exagerar si digo que es la única institución que mira realmente al interés general europeo. Pero no basta. La política debe reaccionar. Tiene un momento de oportunidad en las elecciones europeas del próximo mayo.
Europa es una bonita idea, pero acostumbra a estropearse cada vez que se pone en marcha. Sería una irresponsabilidad política que volviese a ocurrir. Para evitarlo, las autoridades, los Gobiernos y las élites europeas tienen que ser conscientes de que, en su actual funcionamiento, la UE es un factor de riesgo político grave.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.