El Tea Party, Alemania, Escocia y Cataluña
Durante la reciente crisis de la deuda en EE UU, tras un intento inicial fallido por parte del Tea Party de condicionar la reapertura del Gobierno y el aumento del techo de la deuda a la anulación de la reforma sanitaria de Obama, uno de los congresistas del Tea Party dejó una frase para la posteridad, cuya traducción sería, más o menos: “No nos humillarán. Para llegar a un acuerdo nos tienen que dar algo, y ni siquiera sé lo que quiero que sea”.
Evitar la humillación es un elemento fundamental de las técnicas de negociación, especialmente cuando hay rehenes: no hay que cerrar nunca todas las puertas; el secuestrador debe pensar que puede obtener algo a cambio. El acuerdo en EE UU, al final, lo ha demostrado: el Gobierno ha vuelto a funcionar, el techo de la deuda se ha elevado in extremis y el Tea Party se ha llevado algo; algo que ya estaba en la ley, pero que permite a sus miembros volver a sus distritos y contar que la lucha ha valido la pena y que la pelea por reducir el peso del Gobierno en la economía continúa. Con un electorado radicalizado, donde las elecciones primarias solo se ganan en los extremos, secuestrar el aumento de la deuda y provocar una crisis es una estrategia perfectamente racional para algunos, pero que perjudica de manera notable al Partido Republicano y al país en general.
La coalición de Gobierno de Alemania adoptó una estrategia similar durante la crisis del euro. Cada paso adelante venía precedido de una crisis autogenerada —la cual servía a Angela Merkel para volverse hacia sus euroescépticos compañeros de coalición del FDP y decir: he cedido, pero ha valido la pena; a cambio del rescate hemos obtenido condicionalidad—. La minoría del FDP estaba luchando por su supervivencia, y secuestrar la resolución de la crisis se veía como la única manera viable de mantener su identidad política. Al final, el FDP obtuvo menos del 5% en las elecciones y ha desaparecido como grupo parlamentario del Bundestag, pero la narrativa euroescéptica ha calado en la opinión pública alemana, y ahora será muy difícil avanzar, por ejemplo, hacia la emisión de eurobonos.
Evitar la humillación es un elemento fundamental de las técnicas de negociación
La situación de Escocia es algo distinta. El independentista Partido Nacional Escocés (PNE) lleva años trabajando en su estrategia a favor de la independencia. Las razones últimas del resurgir del sentimiento independentista son, como casi siempre, económicas: el descubrimiento del petróleo en el mar del Norte a principios de los años setenta, que convirtió el debate sobre la devolución de poderes y competencias en el factor clave de la vida política escocesa, culminando con la obtención de la mayoría en el Parlamento escocés del PNE y la convocatoria del referéndum. Aquí el Gobierno de David Cameron no tiene un comodín, como tenían tanto el líder republicano John Boehner como Merkel (ambos sabían que, en última instancia, podían contar con la oposición para evitar el desastre, como así hicieron) y, por tanto, ante esta política de hechos consumados, el Gobierno de Londres ha publicado varios artículos detallando las opciones monetarias que tendría Escocia si se declarara independiente.
Escocia podría optar por negociar una unión monetaria con Reino Unido, adoptar la libra esterlina de manera unilateral, negociar el ingreso en el euro o adoptar su propia moneda. Con un análisis riguroso, concluye de manera clara que en todos los casos Escocia se encontraría en una situación económica manifiestamente peor que con el arreglo actual. Una unión monetaria con Reino Unido no sería una simple continuación del status quo, aunque pudiera parecerlo. Cameron ha dejado claro que, tras una eventual independencia, los intereses de Reino Unido y de Escocia lógicamente no coincidirán. Dada la desigualdad de tamaño entre ambos y la falta de control que tendría Londres sobre las políticas de Escocia, cualquier negociación tendría que basarse en la imposición de límites y en la asunción de control sobre las políticas económicas escocesas. Tampoco está claro que a Reino Unido le interese un acuerdo con Escocia —como muestra la reciente crisis del euro, una unión monetaria sin integración política es fundamentalmente inestable—. Es decir, para que la unión monetaria fuera viable (y lo mismo se aplicaría a la integración en el euro), una Escocia independiente tendría que renunciar a su independencia en materias económicas. La única opción viable para mantener la independencia sería adoptar su propia moneda, pero para que fuera creíble, Escocia debería adoptar una política fiscal restrictiva para generar superávits, y probablemente reducir de manera significativa su sector financiero, que representa más de 10 veces su PIB, un múltiplo del de países como Islandia, Irlanda o Chipre antes de sus respectivas crisis. El coste económico de la independencia podría ser alto.
La entrada en el euro sería un proceso largo, difícil y de ninguna manera garantizado
El caso catalán incorpora elementos de los tres ejemplos anteriores. Una estrategia de negociación de una minoría política basada en forzar una crisis (la amenaza de convocar un referéndum) generada por la decisión de minimizar el coste político para los dirigentes de un problema económico (el ajuste fiscal tras la crisis), pero que ha calado en la opinión pública a pesar de que el análisis coste/beneficio podría ser claramente negativo para todas las partes implicadas y, en cualquier caso, muy incierto. Hay que explicar muy bien estos costes. Como en el caso escocés, la entrada en el euro, además de ser un proceso largo, difícil y de ninguna manera garantizado (ya que cualquier país de la zona euro tendría derecho de veto), implicaría una cesión muy importante de la independencia recién adquirida —con el agravante de que, en la actualidad, Cataluña puede afectar las decisiones que se toman en la zona euro a través de España, que es un país grande, mientras que por sí sola su voz y voto serian irrelevantes—. La fragilidad de una Cataluña independiente, euroizada o con su propia moneda, con una tasa de paro del 23%, una situación exterior deficitaria (que empeoraría al perder muchas de las ventajas comerciales con la zona euro), un alto nivel de deuda pública (parece lógico pensar que la Unión Europea y las agencias de rating no verían con buenos ojos la repudiación de la parte de la deuda que corresponde a Cataluña, como amenazan algunos) y un sector financiero frágil y de un tamaño varias veces superior al PIB (y con una parte importante de los depósitos fuera de Cataluña, vulnerables a una salida repentina) sería muy alta. El riesgo durante la transición sería enorme. Los escenarios positivos que presentan algunos son como el cuento de la lechera, encadenando conjeturas y tomando, en cada paso, el único favorable, por improbable que sea —como advirtió de forma contundente en este periódico el economista Ángel de la Fuente hace un par de semanas—. La preocupación de las empresas es cada vez más audible.
Se está llegando a un callejón sin salida, pero una salida airosa todavía es posible. El FDP alemán se suicidó políticamente por llevar demasiado lejos su estrategia de conflicto euroescéptico. La situación se está pareciendo cada vez más a la del Tea Party: no nos humillarán, queremos algo, pero no sabemos el qué. Los republicanos llaman a sus recalcitrantes compañeros del Tea Party el “caucus de los suicidas”. No les imiten, por el bien del pueblo catalán y del resto de los españoles.
Ángel Ubide es senior fellow del Peterson Institute for International Economics en Washington.
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