Territorio y ciudad para después de la crisis
Pese a lo ocurrido, son muchos los que piensan en volver al urbanismo de los últimos años
Desde hace años, el modelo territorial español viene girando hacia una ciudad cada vez más dispersa. El gran protagonista de la reciente fase expansiva de la economía española ha sido el sector de la construcción, debido a la conjunción de tres factores: nuestra integración en la zona euro, que ha permitido disponer de financiación abundante y barata; las políticas de liberalización del suelo, que han puesto en el mercado ingentes cantidades de suelo, y la extrema descentralización de las decisiones de planeamiento urbanístico, que han hecho del suelo y de la vivienda un simple subyacente sobre el que se ha construido una inmensa burbuja inmobiliaria y financiera.
En el periodo 1997-2007, la contribución directa de la construcción al crecimiento económico ha sido superior a un 20%. Un 53% del aumento de la inversión se debió a la construcción, que pasó del 12% al 15,5% del PIB. De los más de seis millones de nuevos empleos creados, el 23% lo fue en la construcción. Y a ello hay que añadir los efectos arrastre, que elevaron el peso de la construcción y de los sectores ligados a ella hasta algo más de un tercio del valor añadido bruto (VAB). La vivienda, en particular, ha desempeñado un papel fundamental, aumentando su participación en el PIB del 5% tradicional al 7,5%.
Los efectos de este proceso sobre el territorio han sido devastadores. Según el proyecto Corine Land Cover, entre 1987 y 2006 ha tenido lugar un consumo de suelo de 307.065 hectáreas, elevándose la superficie artificial de España a 1.017.400 hectáreas, un 2,01% del total del territorio nacional, cifras que otros organismos elevan casi al doble. Y los efectos económicos están a la vista: una economía arrastrada en su totalidad por el colapso de la construcción y del sistema financiero; un sistema regulatorio que ha puesto al descubierto sus ineficiencias, al haber creado incentivos perversos para hacer de la ciudad dispersa el combustible necesario del desastre, y un sistema político inerme ante la corrupción que ha propiciado este festín inmobiliario.
Después de seis largos años de crisis, el subsector residencial no ha alcanzado aún su suelo. El número de viviendas nuevas pendientes de venta está en torno a 800.000, pese a que solo se construyen unas 40.000 anuales, menos de un 5% de las que se promovían en la fase expansiva. Los actuales excedentes de viviendas están localizados en amplias zonas del litoral y en urbanizaciones próximas a las ciudades, lo que limita las posibles salidas. La caída de precios de la vivienda nueva ha sido del 36%, y se estima que aún podrían caer un 20% más. Y persisten las restricciones financieras, por el alto endeudamiento de las familias españolas y por la propia situación de las entidades financieras, embarcadas en una política de desapalancamiento y liquidación de sus grandes stocks de viviendas.
Pese a lo ocurrido, son muchos los que, bien con la finalidad de reducir las altas tasas de paro existentes, bien para detener la caída de los precios de la vivienda por su efecto riqueza, están pensando todavía en volver al urbanismo de los últimos años, con ligeras variantes, como la reconversión de parques comerciales no rentables en nuevos complejos residenciales, la rezonificación de espacios obsoletos o la construcción de nuevas infraestructuras que hagan comercializables los activos improductivos existentes. Sin embargo, parece claro que las soluciones no pueden venir de estas medidas, sino de políticas muy distintas.
Hay que poner fin a un modelo territorial y urbanístico nocivo para la economía española
En un reciente informe de la Comisión Europea sobre las ciudades del mañana, Retos, visiones y caminos a seguir (1911), se señalan las causas de la creciente dispersión de las ciudades europeas y la amenaza que ello representa para un desarrollo territorial sostenible: hace más caros servicios esenciales como la enseñanza primaria y secundaria; exige incesantemente nuevas infraestructuras y mayor consumo energético; produce una sobreexplotación de los recursos naturales y una expansión creciente de las superficies artificiales; genera segregación espacial y exclusión social para quienes no tienen posibilidades de salvar la distancia que los separa de los centros suministradores de servicios, y contribuye al declive económico de los centros urbanos históricos, con el consiguiente despilfarro de recursos y creciente fragmentación entre lugar de residencia y lugar de trabajo.
Debido a todo ello, el consenso científico sobre las ventajas de la ciudad compacta se ha hecho prácticamente unánime, y en España, como en buena parte del mundo, se vuelve la mirada a la ciudad existente con dos visiones distintas, no necesariamente opuestas entre sí: como un ámbito para crear nuevos empleos y relanzar la construcción en un campo insuficientemente explotado, la rehabilitación, y como una oportunidad para cambiar la mentalidad sobre el urbanismo y para crear un nuevo marco legal que contemple los procesos de intervención de forma coordinada.
En la primera de estas visiones pueden inscribirse las propuestas de la patronal CEOE y del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid, que han pedido recientemente un plan general de rehabilitación. Una actuación sobre 250.000 viviendas al año podría crear 135.000 empleos directos y reducir en casi 70 millones de toneladas las emisiones de CO2. Esta fue antes la orientación de la Ley 2/2011 de 4 de marzo, de Economía Sostenible. Y esta parece ser también la del anteproyecto de Ley de Rehabilitación, Regeneración y Renovación Urbanas, aprobado por el Gobierno en abril de este mismo año.
Pero ello no es suficiente. De la actual crisis inmobiliaria deberían sacarse algunas conclusiones para formular propuestas de mayor calado con el objetivo de poner fin a un modelo territorial y urbanístico que se viene mostrando extraordinariamente nocivo para la economía española en los últimos 50 años. Entre otras, las siguientes: el urbanismo de difusión, al servicio de la creación de productos urbanos como simples valores de cambio, debería dar paso a un urbanismo de carácter integrado, en el que las acciones urbanísticas se combinen con las de desarrollo económico y social en el marco de una política de cohesión territorial; esto no debería ser incompatible con intentar recuperar el nivel histórico de actividad del subsector residencial de la construcción, mediante un plan general de rehabilitación de la ciudad compacta que diera respuesta a los excesos de años pasados; las actuales competencias territoriales de las administraciones públicas deberían revisarse para evitar que continúen produciéndose desequilibrios territoriales, económicos y fiscales; debería incentivarse una reestructuración empresarial con medidas tales como certificaciones de calidad, o exigencia de requisitos mínimos de entrada, para tener un empresariado más profesional y menos vulnerable al ciclo económico, y, en todo caso, las políticas que se arbitren deberían tener un sesgo redistributivo a favor de los españoles que más han sufrido en esta crisis inmobiliaria y financiera. J
Manuel Martín Rodríguez y José Luis García Delgado son catedráticos de Economía Aplicada, en nombre del Círculo Cívico de Opinión.
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