Educación: cambiarlo todo para que todo siga igual
Uno de los rituales más castizos de nuestra democracia es la enésima reforma educativa (siete en 35 años: 1980, 1985, 1992, 1995, 2002, 2006 y 2013). La ceremonia comienza con una propuesta de ley del partido mayoritario elaborada sin consenso con la oposición. Tras ella, se sigue con la pelea sobre la clase de religión y se culmina con el tira y afloja sobre las competencias autonómicas. De lo que casi no se habla es del contenido de la educación: ¿qué y cómo deben aprender los estudiantes para ser capaces de competir en el mundo en el que crecerán?
Este ritual se ha repetido de nuevo con la ley Wert. La ley tiene elementos positivos y que hemos defendido desde aquí y desde nuestro blog, NadaEsGratis. Por ejemplo, intenta reducir el abandono escolar temprano y aumentar la importancia de las matemáticas y la ciencia. Pero no incide en la cuestión clave: el protagonismo de la memorización y la rutina como método educativo.
La educación en España enfatiza la memoria, la repetición de tareas, la actitud pasiva del estudiante y la “dificultad” como un objetivo en sí mismo. Décadas de reformas y contrarreformas apenas han sido un barniz sobre este macizo pétreo del sistema. El resultado final es tristemente claro. Demasiados estudiantes españoles no saben construir un argumento, escribir, presentar en público o analizar datos. Cuando llegan a universidades extranjeras, buscan los apuntes y preguntan qué “entra” y qué “no entra” en el examen. No saben (nosotros tampoco sabíamos) hacer trabajos, leer artículos académicos, investigar con sus propios datos y llegar a conclusiones originales. Incluso los mejores estudiantes sufren de un bajo nivel de inglés y mínima iniciativa propia en el proceso de aprendizaje. Aquellos que se consuelan con el éxito de algunos de nuestros estudiantes en el extranjero (algo que, afortunadamente, ocurre cada vez más a menudo) quizá deberían preguntarse cuántos alemanes, italianos o franceses triunfan en similares situaciones por cada español al que le va bien.
Parte del problema es de medios: la educación nunca ha disfrutado en España del apoyo suficiente. Formar estudiantes creativos es más costoso que dictar apuntes. Los actuales recortes agravarán aún más la situación y ponen en peligro los muchos centros de excelencia que, a pesar de todo, han ido surgiendo en España en las tres últimas décadas.
Pero otra parte muy considerable del problema es de mentalidades. Cuando uno mira lo que estudian los niños, ve grandes listas de ríos y, año tras año, la misma historia de los fenicios que ya memorizaron en el curso anterior. Cuando se comparan estos materiales con los que se cubren en nuestros vecinos del norte de Europa, mucho más centrados en el desarrollo de habilidades analíticas, la sorpresa es significativa. Todavía se puede escuchar a profesores de universidad presumir de que en su asignatura solo aprueban el 10% de los estudiantes, lo cual, más allá de las inseguridades infantiles que tales afirmaciones reflejan, nos preocupa por el desperdicio de horas y recursos que tal práctica acarrea. Finalmente, en la cima del sistema, la selección de los altos funcionarios de las Administraciones públicas se realiza por medio de un sistema de oposiciones decimonónico donde es más importante memorizar oscuros detalles de derecho administrativo que demostrar la habilidad para contrastar hipótesis o resolver problemas.
Los rectores, supervivientes de procesos electorales demenciales, constituyen uno de los grupos de presión más reaccionarios del país
En definitiva, el sistema de aprendizaje, “repite lo que te he dicho y no cambies ni una coma”, es digno de una sociedad jerárquica en la que el saber viene de arriba y hay que “aprendérselo” todo (quizá esto explique la obsesión de unos y otros por controlar la educación para crear “adeptos”). Pero no de una sociedad donde la información está descentralizada y donde todos pueden disponer de ella y tenemos que ser capaces de encontrarla y analizarla.
Lo grave de nuestra situación es que estas mentalidades son mucho más complejas de cambiar que las carencias presupuestarias. La dificultad es que el sistema ha seleccionado para encabezar España a aquellos que mejor se han adaptado a él. Cuando explicamos a un economista (empecemos con nuestra profesión) que el grado de Economía no debe ser la acumulación de asignaturas de los más variados campos de la economía —aderezadas con Derecho y Administración de Empresas para rellenar—, sino el proceso de aprender a realizar un trabajo de investigación propio, llegando a conclusiones novedosas, se nos responde que eso no sirve para nada y que en todo caso no es lo que quieren los estudiantes. Y sí, desgraciadamente, es cierto: lo que los estudiantes exigen es que les den “los apuntes” para poderlos fotocopiar, memorizarlos y olvidarse de ellos lo más rápidamente posible. Cuando argumentamos con un ingeniero que son mejores carreras cortas, más generalistas, y que el éxito de una escuela técnica no se mide por el número de suspensos en Cálculo de primero de grado, sino en la cantidad de googles o facebooks que han creado sus alumnos, la respuesta suele ser que tales cambios “devalúan” el título (en qué consiste la “devaluación” nunca queda terriblemente claro, excepto como barrera de entrada a la profesión). Cuando tratamos de convencer a un alto funcionario de que pasarse tres años preparando una oposición no es la mejor manera de emplear el tiempo y que sistemas de selección como el británico, mucho más cortos, sencillos y basados en habilidades, se nos replica, por ejemplo, que cómo pretendemos dar una plaza de por vida a alguien que no “se ha sacrificado por ella”, respuesta fascinante desde el punto de vista antropológico, pero carente de sentido.
En consecuencia, aquellos que pueden y deberían cambiar la educación en España nunca han tenido demasiado interés en ello. Sin ir más lejos, la adopción de los planes de Bolonia fue una fantástica oportunidad perdida para ir a grados de tres años. Pero no solo son los gobernantes. Excepto en el ámbito de la dirección de empresas, las universidades privadas que ha creado la sociedad civil desde 1993 han sido decepcionantes.
Este bucle malvado se extiende como un tumor maligno y lo invade todo. La unánime reacción reciente contra los cambios en el sistema de becas solo se entiende cuando se recuerda que, por ejemplo, en las ingenierías, a menudo, se suspende a los estudiantes para demostrar no se sabe muy bien qué. Los profesores de enseñanza primaria, secundaria o terciaria desconfían de cualquier iniciativa que suponga sacarles de la manera en la que han enseñado “desde siempre” y defienden medidas como la antigüedad en el puesto para asignar plazas. Los rectores, supervivientes de procesos electorales demenciales, constituyen uno de los grupos de presión más reaccionarios del país. Los partidos, temerosos de protestas sin fin, prefieren hablar de la clase de religión como un mecanismo de movilización de sus electorados mientras los medios de comunicación acuden fascinados a reportar tales luchas.
Los que quedan abandonados en estas andanzas son, tristemente, las nuevas generaciones, que no reciben la formación necesaria y con ello hacen peligrar el futuro de España. Algunos, quizá muchos, sobrevivirán, fruto de su perseverancia o de la suerte de tener recursos financieros familiares que les permitan suplementar las carencias del sistema. Pero muchos otros, demasiados bajo cualquier métrica, se perderán en la cuneta. Esto es inaceptable. J
Jesús Fernández-Villaverde es catedrático de Economía de la Universidad de Pensilvania y miembro de FEDEA. Luis Garicano es catedrático de Economía y Estrategia en la London School of Economics y miembro de FEDEA.
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