El planeta republicano
Los conservadores modernos no quieren oír nada que ponga en tela de juicio sus ideas preconcebidas
A principios de esta semana, la revista GQ publicaba una entrevista con el senador Marco Rubio —a quien muchos consideran un aspirante a la nominación presidencial republicana de 2016—, en la que a Rubio le preguntaban por la edad de nuestro planeta. Tras declarar: “Yo no soy científico, hombre”, el senador emprendió una desesperada acción evasiva que terminó con la afirmación: “Es uno de los grandes misterios”.
La cosa tiene su gracia, y a los conservadores les gustaría que nos olvidásemos de ella lo antes posible. Oigan, dicen, solo estaba haciéndoles el juego a los posibles votantes de las primarias republicanas de 2016 (una afirmación que por algún motivo se supone que debe tranquilizarnos).
Pero no deberíamos pasar página tan fácilmente. Leer la entrevista a Rubio es como conducir por un cañón tremendamente erosionado; de repente, uno puede ver claramente lo que se oculta debajo del paisaje de la superficie. Como los lechos rocosos estriados que dan testimonio del paso del tiempo, su incapacidad para admitir las pruebas científicas nos habla de la mentalidad antirracional que se ha apoderado de su partido político.
Por cierto, esa pregunta tenía una razón de ser. Cuando era presidente de la Cámara de Representantes de Florida, Rubio proporcionó una valiosa ayuda a los creacionistas que tratan de arruinar la educación científica. En una entrevista comparaba la enseñanza de la evolución con las tácticas de adoctrinamiento comunista, aunque amablemente puntualizaba que no estaba comparando a los defensores de la evolución con Fidel Castro. Hombre, gracias.
¿Cuál era la queja de Rubio en relación con la enseñanza de la ciencia? Que podría socavar la fe de los niños en lo que sus padres les han dicho que crean. Y ahí tienen la actitud del moderno Partido Republicano, no solo hacia la biología, sino hacia todo: si las pruebas parecen contradecir la fe, eliminen las pruebas. El ejemplo más evidente aparte de la evolución es el cambio climático provocado por el hombre. A medida que las pruebas sobre el calentamiento del planeta se vuelven más sólidas —e incluso más aterradoras—, el Partido Republicano se ha ido encerrando más en la negación, en las afirmaciones de que todo es un engaño urdido por una gran conspiración de científicos. Y esta negación ha ido acompañada de esfuerzos frenéticos por silenciar y castigar a cualquiera que informe sobre la incómoda realidad.
Pero el mismo fenómeno es visible en muchos otros ámbitos. La demostración más reciente ha tenido que ver con las encuestas electorales. Al acercarse las últimas elecciones, las encuestas nacionales apuntaban claramente a una victoria de Obama, pero prácticamente todo el Partido Republicano se negaba a admitir esta realidad. En lugar de ello, expertos y políticos por igual negaban con fiereza las cifras y atacaban personalmente a cualquiera que indicase lo evidente; en concreto, la satanización de Nate Silver, de The New York Times, fue digna de ver.
El ejemplo más evidente aparte de la evolución es el cambio climático provocado por el hombre
¿Qué explica este patrón de negación? A principios de este año, el escritor científico Chris Mooney publicaba The republican brain [El cerebro republicano], que no era, como podrían pensar, una obra partidista, sino más bien un estudio sobre las ahora numerosas investigaciones que relacionan las opiniones políticas con los tipos de personalidad. Como Mooney exponía, el conservadurismo estadounidense moderno tiene mucho que ver con las inclinaciones autoritarias; y los autoritarios tienen mucha tendencia a rechazar cualquier prueba que contradiga sus creencias previas. Los republicanos actuales se encierran en una realidad alternativa definida por Fox News, Rush Limbaugh y el editorial de The Wall Street Journal, y solo en raras ocasiones —como una noche electoral— tropiezan con algún indicio de que lo que creen podría no ser cierto.
Y no, no es un fenómeno simétrico. Los progresistas, como humanos que son, a menudo se entregan a pensamientos ilusorios, pero no de la misma manera sistemática que todo lo abarca.
Volviendo a la edad de la Tierra: ¿es importante? No, dice Rubio, y dictamina que es “una disputa entre los teólogos” (¿y qué pasa con los geólogos?) que “no tiene nada que ver con el producto interior bruto o el crecimiento económico de Estados Unidos”. Pero no podría estar más equivocado.
Al fin y al cabo, vivimos en una época en la que la ciencia desempeña una función económica crucial. ¿Cómo vamos a buscar de manera eficaz recursos naturales si las escuelas que intentan enseñar la geología moderna tienen que dedicarle el mismo tiempo a las afirmaciones de que el mundo solo tiene 6.000 años? ¿Cómo vamos a seguir siendo competitivos en biotecnología si las clases de biología evitan cualquier tema que pueda ofender a los creacionistas?
Y luego está el asunto de usar las pruebas para elaborar la política económica. Puede que hayan leído acerca de un estudio reciente del Servicio de Investigación del Congreso que no ha hallado prueba empírica alguna que respalde el dogma de que bajarles los impuestos a los ricos conduce a un mayor crecimiento económico. ¿Cómo respondieron los republicanos? Eliminando el informe. En la economía, como en las ciencias experimentales, los conservadores modernos no quieren oír nada que ponga en tela de juicio sus ideas preconcebidas (y tampoco quieren que nadie más lo oiga).
Así que no se extrañen de ese momento de torpeza de Rubio. Su incapacidad para afrontar las pruebas geológicas era un síntoma de un problema mucho más general, uno que, al final, podría llevar a Estados Unidos por el camino de un inexorable declive.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008.
© New York Times Service 2012.
Traducción de News Clips.
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