Un duro golpe psicológico
Si un peligro encierra la intervención es que socave la legitimidad del sistema político
Finalmente ha llegado el rescate. Aunque los acontecimientos de las últimas semanas lo hacían esperable, su confirmación se recibe con algo de incredulidad. La intervención es un golpe psicológico que marca un hito en la historia de nuestras relaciones con Europa. En un país donde la identidad nacional y los sentimientos de autoestima colectiva han estado siempre muy estrechamente vinculados con los logros alcanzados en el ámbito europeo, cuesta creer que hayamos llegado hasta aquí. Entender cómo y por qué y qué ocurrirá a partir de ahora resulta imprescindible.
En primer lugar, hay razones de fondo que hacían la intervención inevitable. Primero, la situación del sistema financiero, que ha demostrado requerir una inyección de fondos muy superior a lo que España podría afrontar por sí misma. Segundo, la inestabilidad en los mercados de deuda, visible en el alza sostenida de la prima de riesgo, que elevaba hasta lo inasumible los costes de financiación de nuestra economía. Y tercero, las débiles perspectivas de empleo y crecimiento, que hacen muy difícil que España pueda cumplir con los plazos de reducción de déficit pactados, lo que obligaría a una nueva ronda de recortes y reformas estructurales.
La pésima gestión de la reforma financiera ha contribuido a desencadenar el rescate
Además de las razones objetivas, es innegable que la pésima gestión de la reforma financiera por parte del Gobierno ha contribuido a desencadenar el rescate. Por un lado, ha habido y sigue habiendo errores de comunicación y coordinación evidentes. Como se ha demostrado en estos meses, ignorar que la arena política nacional y la europea son inseparables y que lo que se dice y hace en el ámbito nacional aplicando una lógica partidista tiene una repercusión inmediata fuera de nuestras fronteras puede tener un coste muy elevado. Dado que estamos ante una crisis de confianza, europea y nacional, saber reconciliar los mensajes que se trasmiten a los ciudadanos con los que se lanzan a los Gobiernos e instituciones europeas, a los mercados y a los medios de comunicación internacionales, es tan importante como cualquier medida política práctica que se pueda adoptar.
Por otro lado, es indudable que el presidente del Gobierno ha tardado demasiado en comenzar a hacer política europea. El desdén con el que Rajoy despachó en un primer momento los eurobonos y otras propuestas al calificarlos de “debates teóricos” demuestran lo que ha tardado en entender que esta crisis tiene una vertiente indudablemente española, pero que su dimensión europea es mucho más importante. La liquidez y la estabilidad financiera son esenciales para que las reformas estructurales puedan tener efecto, pero las reformas estructurales que Europa necesita son más profundas, más decisivas, más difíciles de conseguir y, por eso, requieren tanto o más tiempo de dedicación que las internas.
Tampoco es que hayan ayudado mucho los que, en esta tesitura, en lugar de apoyar la corrección de errores y el cambio hacia una política más activa en Europa, hayan venido recomendando al Gobierno que se plantara ante Bruselas, Berlín o el Banco Central Europeo y, apoyándose en los efectos negativos que para toda la eurozona tendría una intervención de España, se negara a aceptar la necesidad de ser rescatados. Desafiar o directamente chantajear a los socios cuya ayuda se requiere no era una táctica muy inteligente, máxime cuando las consecuencias de una intervención o de un choque entre Bruselas y Madrid se repartirían tan asimétricamente. Mejor y menos costoso sería reconocer que los bailes de cifras de déficit público y de la nacionalización de Bankia han erosionado la credibilidad del país y que lo que toca ahora es enmendar los errores, invertir más en coordinación y dedicar mucho más tiempo a construir la Europa que necesitamos para que todos salgamos reforzados de esta crisis.
Desafiar o chantajear a los socios cuya ayuda se requiere no era una táctica muy inteligente
Dicho esto, la intervención puede ser positiva en la medida que ayude a España a superar sus problemas financieros. Sin embargo, también entraña notables riesgos. El primero y más evidente es que venga acompañado de un paquete de profundas reformas estructurales. Son muchos los que fuera de España (e incluso dentro) vienen reclamando al Gobierno que aproveche la crisis para reducir el tamaño del sector público (despidiendo funcionarios) o que revierta la descentralización política y pase a asumir competencias de las Comunidades Autónomas. Tomar estas medidas, de muy profundo calado político y social, bajo la excusa de una imposición externa puede parecer un atajo tentador, pero podría abrir la espita de un descontento que en último extremo amenazaría la sostenibilidad de las reformas que el Gobierno tiene que emprender.
Aunque en diferentes grados, hemos visto en Grecia, Italia, Portugal e Irlanda que si un peligro encierra la intervención es que socave tanto la legitimidad como la eficacia del sistema político. La destrucción de los dos grandes partidos griegos del centro-derecha y el centro-izquierda como consecuencia de unos planes de ajuste económico que ignoran el entorno político y social en el que tienen que operar ofrecen un referente muy claro en este sentido. Precisamente porque la intervención representa un fracaso colectivo, es muy importante preservar las condiciones en las que pueda tener éxito y no agravar aún más nuestros problemas.
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