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Eurodesencanto

La crisis ya no es solo económica, sino también política, social y de identidad. El proyecto de unión nacido de la posguerra languidece

Claudi Pérez
Lisboa, 1 de marzo: un hombre camina junto a una pintada que dice: "No somos Grecia"
Lisboa, 1 de marzo: un hombre camina junto a una pintada que dice: "No somos Grecia"Francisco Seco (Associated Press)

“Europa es una pesada carga que nuestros padres nos ataron a los tobillos por culpa de nuestros abuelos”. Un joven estudiante alemán pasea todo ese tormento a sus espaldas en el Instituto Universitario Europeo, en Florencia. A mil kilómetros de allí, en un pequeño restaurante próximo a la Comisión Europea de la capitalísima Bruselas, un alto funcionario de un país del Sur sentencia que la UE “ya es, o debería ser, una organización internacional como la OCDE o el Fondo Monetario Internacional; ni más ni menos”.

Ese euroburócrata y el universitario no se conocen, y sin embargo comparten una sensación que recorre el continente de arriba abajo, como una larga cicatriz. El eurodesencanto, convertido en algunos lugares en un irritante euroescepticismo —el de los movimientos nacionalpopulistas que tienen el viento a favor en varios países—, es la penúltima estación de esta crisis que ya no es solo económica, sino también política y social, de identidad y de modelo; una crisis invasiva, cancerígena, omnipresente. Para combatirla, Europa se mueve, pero solo cuando tiene el agua al cuello y siempre arrastrando penosamente los pies. Europa, en fin, tiene gripado el motor, el relato compartido que sostuvo durante tres generaciones el proyecto de posguerra de la integración europea. Ha perdido el hilo. Y tiene difícil recuperarlo porque su genética es controvertida y sus dudas sobre sí misma cada vez mayores.

“Ya no se puede convencer a los jóvenes de que la UE es imprescindible para evitar otra guerra. Hay una generación para la que eso ya no vale. Necesitamos nuevas razones”, ha dicho esta semana el ministro de Hacienda alemán, Wolfgang Schäuble. Durante un tiempo, el recuerdo de la guerra total fue un impulso determinante para construir Europa; después, la economía y la moneda fueron el hilo del que tiró la política para coser las costuras de la Unión. Al cabo, unión monetaria y moneda única exigen una enorme confianza mutua: nadie vende nada a cambio de un billete si no confía de veras en ese pedazo de papel.

Esa imprescindible confianza se ha desmoronado.

Europa se mueve, pero solo lo hace con el agua al cuello y arrastrando los pies

Una idea de Europa se está apagando. Antes y después de la introducción del euro la UE fue un foco de atracción para muchos países que veían en Europa un modelo atractivo, el de la economía social de mercado, el del Estado de bienestar, el de valores como la prosperidad y la modernidad. La crisis económica es ahora la crisis de esos valores. “Y coincide con la emergencia de los tópicos más baratos, con esa guerra dialéctica entre un Norte supuestamente trabajador y ahorrador, y un Sur vago y despilfarrador. Sin líderes políticos capaces de construir otro discurso, y con Alemania tratando de imponer su modelo, la legitimidad del proyecto europeo se convierte en un envoltorio de cristal, frágil y vulnerable”, asegura Josep Borrell, expresidente del Parlamento Europeo.

El optimismo de hace 10 años choca con la desmoralización actual, que es hija de esta crisis marcada por la desilusión y el miedo, la ausencia de un liderazgo fuerte, una toma de decisiones diabólicamente ineficaz. Todo eso deja “la sensación de haber pasado del cielo al infierno sin pasar por el purgatorio”, resume una fuente comunitaria. En realidad ese purgatorio existe: Grecia y sus más de dos años de martirio. La crisis griega, convertida después en crisis existencial del euro, es la constatación de que la economía determina en última instancia todo lo demás. Y la enfermedad económica europea es en realidad un cuadro clínico en el que hay varias dolencias que se retroalimentan: daños en el sistema circulatorio (la banca); daños en el sistema nervioso (la toma de decisiones, entre Bruselas y el directorio Merkozy); daños causados por el colesterol (exceso de grasa en la deuda pública y, sobre todo, privada), y últimamente anemia (estancamiento o camino de la recesión en todo el continente). A eso hay que sumarle esa dolencia asintomática, la pérdida del espíritu europeísta, y los efectos secundarios del tratamiento equivocado contra esos males, como consecuencia de un diagnóstico más que discutible.

Europa se ha recetado a sí misma austeridad en vena, prescrita por Berlín e inyectada vía Bruselas. Los mandarines del euro creen que el primer problema, la gran causa de la crisis, es fiscal. No solo en Grecia: en toda Europa. Y como tal, pretenden acabar con ella a base de recortes. No está claro, nada claro, que eso sea así: Paul Krugman, Joseph Stiglitz y compañía son los más beligerantes contra ese diagnóstico y la consiguiente cura; hasta el FMI, que solía estar justo al otro lado del tablero ideológico, ha alertado contra los excesos a la hora de declinar el verbo recortar.

La confianza entre los socios de la moneda única se ha desmoronado

Los efectos secundarios de la austeridad son conocidos. A la corta, sobre todo si se aplica en todas partes a la vez y en un entorno de excesivo endeudamiento de todos los agentes —Estados, bancos, empresas y ciudadanos—, el resultado es más debilidad económica, que se acaba trasladando a la banca (vía morosidad) y a la deuda pública (más dudas acerca de la capacidad de pago de los países: sin crecer es imposible pagar). En fin: hay quien compara los recortes con las sangrías de los matasanos del medievo.

El desafío es considerable: salvando las distancias, el continente “corre el riesgo de romperse por tercera vez en un siglo”, esta vez sin tanques ni aviones, con los mercados financieros como única artillería, explica con un punto catastrofista —tan de moda últimamente— Edwin Truman, del Peterson Institute. El coste de esa ruptura del euro, a pesar de las Casandras, es tan elevado que lo más probable es que no se produzca. Siempre con lentitud y siembre a golpes, Europa ha ido avanzando en la dirección correcta (regulación financiera, pasos adelante en la unión económica) y ha conseguido cosas impensables hace dos años. El camino es largo y oscuro: los argentinos saben que a veces la luz al final del túnel engaña y no es más que un tren de mercancías que se dirige hacia nosotros a toda velocidad. En ese trayecto hay media decena de estaciones fundamentales.

La banca. Prólogo y epílogo de la crisis. El prefacio de la versión europea de la Gran Recesión contiene toda la historia, como las primeras frases de las grandes novelas. En el principio fue la crisis financiera. Por diversas causas: porque algunas entidades metieron las zarpas en las hipotecas basura de EE UU (la banca alemana), por las burbujas inmobiliarias (Irlanda, España y de nuevo Alemania, cuyos bancos financiaron esas burbujas en la periferia), o porque las entidades estaban hasta las cejas de deuda pública europea, el que hace dos años era uno de los activos más seguros del mundo, y cuyo deterioro ni Bruselas ni el tándem Berlín-París son capaces de detener. Es difícil parar ese círculo vicioso entre crisis bancaria y crisis de deuda soberana porque el análisis sigue basado en la premisa equivocada: que esta es una crisis causada por el exceso de deuda pública. Falso, salvo en el caso griego. España e Irlanda tenían superávits fiscales (frente al déficit alemán) antes de los problemas.

El optimismo

En fin, el prólogo de la Gran Recesión fue la crisis financiera; el epílogo probablemente también lo será. Al cabo, ahí, en los balances de los bancos, siguen larvados los excesos de todos los agentes económicos, que durante años minusvaloraron los riesgos asociados a una economía cada vez más financiera: es decir, más arriesgada y más difícil de controlar. Luego vino todo lo demás. Purgar esos excesos durará años.

La deuda pública y el poder de las historias. Todo se arregla con historias”, dice Luis Landero en uno de sus libros. Todo se arregla, o todo se va al garete con ellas. En el caso de Europa, el problema de la deuda es variopinto: el storytelling del caso de Grecia es muy distinto del de Portugal e Irlanda o el de España e Italia. Pero Grecia, apenas el 2% del PIB europeo, es una especie de arquetipo de ese drama en capítulos que es la crisis europea y de los merados financieros.

Una manada de búfalos corre lo que corre el búfalo más débil; si los lobos ven que pueden atacar a ese búfalo, la veda está abierta para el siguiente (Portugal), para todos los demás. Eso es, poco más o menos, lo que ocurre en Europa. Grecia tiene un problema de solvencia. La deuda ya se le ha ido de las manos. Lleva cuatro años de recesión, el paro crece a toda velocidad, el dinero huye de allí, los bancos sobreviven solo por la respiración asistida del BCE. Los mercados (los lobos) observan cómo Europa es incapaz de lidiar con el problema griego, han olido sangre y atacan por ahí. Al primer rescate le siguió un segundo plan de ayuda, y en Alemania se habla ya de un tercero: ni siquiera los 130.000 millones de euros del programa aprobado recientemente, que incluye la participación de la banca en la reestructuración de la deuda griega, eliminan los riesgos de que la solución al problema se siga tejiendo y destejiendo una y otra vez, como el mito de Penélope.

El prólogo de la Gran Recesión fue financiero; el epílogo también lo será

Frente a las soluciones extremas (solidaridad total o dejar caer a Atenas), la UE prefiere una solución intermedia. Hay buenas razones tras esa decisión: políticas (Grecia engañó a sus socios y su salvamento crea una especie de dilema moral en países como Alemania), ideológicas (no hay rescate sino créditos, aunque al menos ahora en buenas condiciones, pero la financiación no llega si Grecia no hace lo que se le ordena: un consenso de Berlín basado en austeridad y recortes). Incluso hay buenas razones económicas: un salvamento en toda regla provocaría que otros países, como Portugal o Irlanda, quisieran lo mismo; lo contrario, dejar caer a Grecia, podría provocar un efecto contagio jupiterino: un momento Lehman. Los analistas consideran que Europa se ha rearmado y que está mejor preparada que hace unos meses para contener ese huracán. Pero cuidado. Como decía el liberal Rudi Dornbusch, “los desequilibrios, en economía siempre duran más de lo que se espera y siempre se corrigen de forma más brusca de lo previsto”.

La economía en declive. España como piedra de toque. A una crisis provocada por un excesivo endeudamiento privado que acaba convirtiéndose en público los Gobiernos responden con políticas de austeridad: el resultado es una peligrosa recesión. Esa es la historia reciente de Europa, pero así sucedió también en Japón en los noventa y ese país lleva 20 años en hibernación. El mismo debate tuvo un tal John Keynes con el Tesoro británico en los años treinta del siglo pasado. La historia no se repite, pero vaya si rima: la economía europea se recuperó del batacazo de Lehman Brothers vía estímulos, pero en ese momento empezó el miedo en el mercado de deuda, Alemania decretó recortes y el PIB europeo se contrajo el 0,3% en 2011. Italia, Holanda, Bélgica, Grecia y Portugal ya están en recesión; España e Irlanda, rozando el larguero. Y España vuelve a ser la frontera del euro: los analistas afirman que si Bruselas insiste en la senda de reducción del déficit que ha impuesto (en España, del 8,5% de 2011 al 4,4% este año: 40.000 millones), la segunda Gran Contracción —como la denominan Kenneth Rogoff y Carmen Reinhart— no hará más que agravarse.

“Alemania impuso hace más de 10 años un régimen de contención de los salarios y una flexibilización del mercado laboral casi violentos: eso explica su boom exportador y buena parte de los desequilibrios que emergieron en casi toda Europa. Contra eso, la única respuesta de la UE es la austeridad generalizada. Trabajad y ahorrad como nosotros, parecen decir los alemanes. Sacrificaos: los mercados siempre tienen razón y han decretado deflación para España, para todos. Pero los mercados no siempre tienen razón. Si se equivocaron durante años financiando a Grecia a los mismos tipos de Alemania, ¿qué garantías hay de que ahora estén acertando? ¿Toda Europa debe ser como Alemania?”, se pregunta Paul de Grauwe, de la London School of Economics. De Grauwe es extremadamente crítico con Berlín: “El elemento clave que introduce el elemento alemán es represivo. Instala una visión muy negativa, la de una UE basada solamente en la disciplina. Con ese único ingrediente, el proyecto europeo puede funcionar. La solidaridad permitiría aceptar esa disciplina, pero en Berlín esa es una palabra tabú”, concluye.

El caso español va a ser un examen definitivo de las nuevas reglas fiscales

El caso español va a suponer un examen definitivo para todas esas reglas aprobadas por la presión alemana a pesar de que la realidad desmiente una y otra vez que esa sea la salida. “La ideología que está detrás de los recortes es demencial: recortar 40.000 millones en un año para cumplir las reglas a rajatabla, como se le pide a España, es un suicidio. Si esas son las reglas, habría que cambiarlas: son estúpidas. Es lógico que el Gobierno de Rajoy trate de limitar los daños. El problema fundamental es que el núcleo directivo de Europa no asume que esa píldora sin anestesia es contraproducente”, sostiene Borrell.

España ha vuelto al centro de la diana. “La Comisión está elevando el tono con Madrid, en parte porque Madrid no ha hecho las cosas nada bien, aunque lo que pide Rajoy tiene toda la lógica. Pero esto no va de lógica: Bruselas tiene la última palabra sobre las metas de déficit y de momento, aunque no haya sanción, es preocupante el estigma que eso puede suponer para la prima de riesgo y la financiación exterior española”, dice una fuente diplomática. “Es un momento muy delicado porque Europa se juega la credibilidad de sus reglas, y puede que esas reglas sean absurdas, pero España se juega mucho más”.

Eurobonos y el puente sobre el río Kwai. El problema más acuciante sigue siendo Grecia. Hay una especie de consenso entre los economistas: el último plan de salvamento sirve para ganar tiempo, pero el problema sigue ahí, latente. Si Europa pretende que Grecia sea un caso único debe acelerar la construcción de un cortafuegos potente para evitar el contagio. Y para más adelante, debe construir un mecanismo de solidaridad creíble, algo parecido a lo que permite que EEUU pague primas de riesgo como las de Alemania pese a tener un déficit como el de España, una deuda como la de Italia y algunos Estados (California) con situaciones a la griega.

La solución son los eurobonos. Pero no es tan fácil: en economía no hay comidas gratis. Si hay que mutualizar la deuda, no basta con una política monetaria común; también hay que armonizar las políticas fiscales, y eso lleva su tiempo, y sobre todo exige un cambio del mobiliario sociopolítico en muchos lugares, con los viejos Estados-nación resistiéndose, como siempre, a ceder soberanía. Alemania se opone a los eurobonos porque argumenta (con muy buenas razones) que pasará mucho tiempo antes de que llegue la deseada armonización fiscal.

Pero si los eurobonos son la otra orilla del río, el Banco Central Europeo (BCE) tiene que ser el puente que permita a Europa llegar hasta ellos sin ahogarse. El BCE está funcionando para los bancos: la barra libre de liquidez a tres años ha sido fundamental para evitar un accidente, para explicar el remanso de paz de las últimas semanas. Pero el Eurobanco no pone el mismo énfasis en salvar a los bancos que a los Estados. Ha comprado bonos, pero a regañadientes por las resistencias de Berlín. Y ha tenido que idear una fórmula imaginativa para que con ese dinero sean los bancos quienes compren la deuda europea y sorteen así el dogmatismo y la ortodoxia del Bundesbank, que aun así no ha ahorrado críticas al BCE, probablemente la institución que más ha hecho porque el club del euro se sostenga en pie.

Posdemocracia, camisas de fuerza y otros monstruos. Las grandes crisis económicas son movimientos tectónicos que aceleran el declive de unos imperios y la emergencia de otros. Y suelen acarrear terremotos políticos, sociales, de todo tipo. La legitimidad democrática es una de las grandes críticas que ha recibido la UE desde siempre, y esa crítica es hoy más actual que nunca: la gran preocupación de muchos europeos son los límites externos, las camisas de fuerza que impone la Comisión Europea —cuyos comisarios no pasan por las urnas— a los Gobiernos nacionales. Las secuelas en las relaciones entre economía y democracia son uno de los motores del eurodesencanto: la política se ha convertido en algo que los mercados (y algunos eurócratas) ven como un riesgo potencial (La fragmentación del poder europeo, J. I. Torreblanca).

Lo que algunos analistas llaman posdemocracia gana peso en Europa: el presidente del Consejo Europeo, el belga Herman Van Rompuy, ha advertido al Gobierno tecnocrático de Italia que “no tiene tiempo” de pensar en convocar elecciones. La Unión presiona también para que Grecia retrase los comicios, y ha llegado hasta el extremo de obligar a todos los partidos a firmar un documento en el que se comprometen a no revocar los recortes si ganan las elecciones: sea cual sea el programa electoral con el que se presenten. La Comisión amenaza con sanciones a algunos países por no meter la tijera, pero no serán los comisarios quienes se presenten a las elecciones si el recorte no sale como se esperaba. Todo ello es fruto de un estado de excepción permanente, en lo económico y probablemente también en lo político, que no hace más que alimentar ese mal posmoderno que es el eurodesencanto.

En su monumental Posguerra, Tony Judt hablaba de la “respuesta hiperbólica” europea hasta hace poco: “Resulta comprensiblemente tentador narrar la historia de la inesperada recuperación europea a partir de 1945 en clave autocomplaciente o incluso lírica. Al igual que muchos mitos, ese milagro encierra un mínimo elemento de verdad, pero deja fuera la mayor parte”. Con la crisis, el péndulo ha cambiado y está justo al otro lado: el pesimismo acerca de Europa, ese eurodesencanto, está tan sólidamente incrustado que va a costar mucho tiempo y esfuerzo despejarlo. Europa, la vieja utopía factible, corre el riesgo de parecer hoy un poco menos factible, incluso para quienes hicieron del europeísmo una segunda piel. Pero quién sabe. 

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Sobre la firma

Claudi Pérez
Director adjunto de EL PAÍS. Excorresponsal político y económico, exredactor jefe de política nacional, excorresponsal en Bruselas durante toda la crisis del euro y anteriormente especialista en asuntos económicos internacionales. Premio Salvador de Madariaga. Madrid, y antes Bruselas, y aún antes Barcelona.

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