Sarkozy, candidato
"Nada ganado todavía, pero nada perdido": así podría ser la divisa del presidente francés, Nicolas Sarkozy, a unos cuatro meses de las elecciones. Es la hora de las cuentas. No será fácil convencer de que necesita otros cinco años para hacer lo que había prometido. La crisis social es más profunda que en el primer año de su presidencia: cuatro millones de parados contabilizados oficialmente, sin hablar de los excluidos; 10 millones de empleados en precario; las desigualdades han crecido como nunca estos 10 últimos años: los más ricos, que constituyen el 10% de la población, pagan solo un 35% de sus ingresos en impuestos, mientras que los menos ricos, el 50% de la población, pagan un 45%. La disparidad de ingresos ha estallado: puede ir hasta de 1 a 1.000. Las capas medias pagan, desde hace años, la recesión económica. Las propuestas para relanzar la actividad económica, entre ellas por ejemplo el IVA "social", que consiste en bajar los impuestos de las empresas financiándolas directamente por la bajada de sueldos y el aumento de la inflación, castiga a todos en un contexto de desigualdades, o sea mucho más a los pobres, lo que provoca un rechazo incluso dentro de las mismas filas del partido de Sarkozy, la UMP. Desigualdades crecientes, pobreza, precariedad. Sin hablar del business, o de los servicios de policía bajo el imperio de la derecha, los ajustes ilegales en contra de altos funcionarios falsamente acusados y castigados en realidad por ser afines a la oposición, o los asuntos de corrupción, los tráficos de toda índole, etcétera.
El presidente no ha sabido solucionar su primer problema: el déficit de empatía con el pueblo
Evidentemente, no se puede dibujar un balance exclusiva y totalmente negativo de los últimos cinco años: Sarkozy supo denunciar los fallos que provocaron la crisis financiera internacional; planteó -fue el único en hacerlo- la cuestión de un nuevo sistema monetario internacional; actuó bien durante la crisis entre Georgia y Rusia, etcétera. Sin embargo, el balance global, tanto en política interior como en la europea, sigue siendo difícil de defender.
De ahí la estrategia elegida por el candidato en su campaña presidencial: usar blancos móviles, o sea, elegir para cada día un tema, "comunicar" con una propuesta y, al día siguiente, cambiar de terreno ocultando el balance global. El telón de fondo de esta estrategia estriba en las viejas recetas: el ministro de Interior se encarga de cubrir el campo del "identitarismo paroxístico" con un discurso duro sobre la inmigración, exhibiendo cifras sobre las expulsiones masivas, los encarcelamientos, etcétera. Objetivo: captar, tal y como en 2007, al electorado del Frente Nacional de Marine Le Pen. Otro objetivo: atraer a los "decepcionados" de la izquierda. Nicolas Sarkozy utiliza aquí una retórica de lucha en contra de la especulación financiera, pretendiendo imponer a Europa una orientación más social con un supuesto impuesto sobre los accionistas. Pero está claro para todos que sus márgenes de maniobra son más que estrechos, pues se ha sometido de antemano a la política antisocial de la canciller alemana, Angela Merkel.
En realidad, hasta la fecha, la precampaña de Nicolas Sarkozy da la impresión de una agitación sin sentido. El candidato no ha sabido aún destacar un lema electoral global (al contrario de 2007, cuando cabalgaba sobre los temas del "valor del trabajo" y de la seguridad) y, sobre todo, tampoco ha sabido solucionar su principal problema: el déficit de empatía con el pueblo francés. Es mucho más importante de lo que parece. De todos los presidentes de la Quinta República (desde 1958), y siguiendo el camino de Valery Giscard d'Estaing, Sarkozy no ha podido seducir a los franceses.
En ya casi 20 años de vida política, clamorosa y mediáticamente intensa, el hijo de un inmigrante húngaro pudo generar respeto, pero nunca simpatía o cariño, tal y como Chirac o Mitterrand. Ha ganado las elecciones de 2007 menos como un dirigente asentado en el corazón y en el imaginario del pueblo francés que como un outsider, un corredor de velocidad, hábil y muy firme en su voluntad. Pero ha destrozado su capital de sacralidad obtenido durante los dos primeros años de su presidencia, confundiendo su papel sagrado con el de un actor de la revista People. Es muy extraño que sus asesores de imagen no sepan actuar sobre esa representación global negativa y no siempre justa. Un fracaso socioeconómico, radicalizado por una desconfianza personal, pese a todas las cualidades reconocidas como hombre de acción, son los elementos de la ecuación que la estrategia de Sarkozy tiene que resolver. Queda por saber si no es ya demasiado tarde.
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