Cuidamos peces
Ayer por la mañana, cuando volvía de tomarme el café y leer los periódicos, me fijé en uno de esos anuncios callejeros de fabricación casera que ofrecen determinados servicios y suelen estar provistos de una faldilla de cupones con el teléfono de contacto del anunciante. Habitualmente no reparo en ellos, pero este se encontraba adherido al fuste del semáforo que tenía a mi izquierda cuando esperaba para cruzar, de modo que lo leí de cabo a rabo. El texto, titulado Cuidamos peces, recurría al viejo procedimiento de plantear una inquietante situación hipotética, para pasar seguidamente a ofrecer la solución. Se lo resumo y edito: "Imagínese que le sobreviene una urgencia o le sale un plan repentino que le obliga a salir de casa y, justo cuando va a hacerlo, le asalta la pregunta: ¿actuaré correctamente si dejo solo a mi pez?". Y sigue: "Dos chicas responsables y trabajadoras de 15 años se hacen cargo del suyo por el módico precio de 5 euros/hora. Preferencia por casas con televisión y/o Internet". Y, debajo, la consabida ristra de cupones con una dirección de correo electrónico.
Con los peces se impone una relación diferente. Permanecen confinados en su hábitat y no son receptivos a nuestras llamadas
Sí, ya sé: puede tratarse de una estupenda broma. O de una provocación expresada en un formato insólito y destinada a suscitar un resplandor en la conciencia -quizá instantáneo, al modo de una epifanía- sobre aspectos muy concretos de nuestra realidad. Surrealistas, patafísicos y situacionistas han utilizado modalidades semejantes de crítica social con sus détournements (alteraciones) de imágenes publicitarias, o mediante la creación de consignas tratadas como anuncios, tal como hicieron ciertos artistas conceptuales (sintomáticamente, entre ellos abundaban las mujeres) de los ochenta; baste recordar, por ejemplo, el célebre I SHOP THEREFORE I AM ("compro, luego existo"), de Barbara Kruger (1987), que años más tarde -lo que son las cosas- sería "recuperado" por los almacenes Selfridges como lema de sus rebajas posnavideñas.
Pero, en el fondo, poco importa si se trata de una provocación consciente, de una estupenda bufonada, o de una oferta de trabajo planteada al calor de las resoluciones de año nuevo. En todo caso, el anuncio nos remite oblicuamente a aspectos muy diversos de nuestra realidad. Detrás se halla, por ejemplo, el drama del empleo juvenil, aunque las "quinceañeras" no engrosen (todavía) el insoportable dato que nos revela que casi el 50% de los jóvenes están en paro, o la seguridad de que muchos de los privilegiados que accedan a un trabajo lo harán en minijobs de a 400 euros-tope y con jornada laboral de esclavo moderno.
Pero hay otros aspectos en el anuncio que me resultan particularmente llamativos. Las cuidadoras de peces prefieren casas con televisión y/o Internet. Y es que, puestos a cuidar animales (hace tiempo que los abuelos fueron desterrados a la residencia), con los peces se está más atado que con los perros. A estos se les puede sacar a pasear (incluso favorecen el ligue) y, sobre todo, se les puede hablar, aunque no debemos esperar respuestas verbalizadas, pese a que alguno lo haya hecho en notables obras literarias. Con los peces se impone una relación de tipo diferente. Tienen que permanecer confinados en su hábitat y no son receptivos a nuestras llamadas (recuérdese que Moby Dick, que acudió a la de Ahab, no era un pez). De modo que se comprende que mis admiradas cuidadoras prefieran una casa con entretenimientos, es decir, con tele y/o Internet. Al fin y al cabo, ellas también entran en esa otra estadística que revela que los españoles pasamos a diario cuatro horas menos un minuto mirando nuestra particular pecera televisiva. Echo de menos, eso sí, que entre las prestaciones solicitadas no figuren los libros. Ya sé que como artículo de entretenimiento parecen en franca decadencia, pero hasta hace poco no tenían rival a la hora de llenar el tiempo. Y a mí me siguen acompañando mucho, sobre todo cuando alguien me llama para que cuide de sus peces.
Babelia
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