Malas noticias de Broadway
Me preguntan por el futuro del musical patrio y lamento no sumarme al entusiasmo general. Salvo contadísimas excepciones, el musical que yo amo, el musical "orgánico", está en trance de desaparición. Entiendo por musical "orgánico", cosido a mano, aquel en el que las canciones surgen del libreto, definen a los personajes y hacen avanzar la acción. Trabajar así requiere inspiración y tiempo, que son bienes escasos. Por otro lado, levantar un musical es cada vez más caro, y se comprende que los productores no quieran jugarse los cuartos en apuestas de riesgo. Un musical nuevo o de pequeño formato (y, lógicamente, en pequeña sala) no suele dar dinero, de modo que lo que mandan son las franquicias (musicales que han triunfado fuera y se calcan con un director visitante) o los jukebox (colecciones de grandes éxitos de un solista o grupo en torno a los cuales se articula una trama tirando a leve), siempre de gran tonelaje. Celebro el éxito de ambas modalidades y ojalá sigan generando puestos de trabajo, pero yo crecí con el viejo estilo. El actual estado del jardín impide (o dificulta muchísimo) que crezcan flores distintas, o que se repongan, con savia nueva, las que marcaron época. De acuerdo, La vampira del Raval de Guinovart y Arias Velasco triunfa en Barcelona, en una sala alternativa, y ardo en deseos de ver los revivals de Follies y Sonrisas y lágrimas, pero mucho me temo que esas contadas flores no harán verano.
Salvo contadísimas excepciones, el musical que yo amo está en trance de desaparición
No negaré que de unos años a esta parte ha mejorado incomensurablemente el nivel de las producciones, y las voces, y los bailes, aunque cuesta horrores que un musical te sorprenda, te atrape o te conmueva. Predominan, a mis oídos, dos peligrosísimas tendencias: la blandenguería interpretativa (como si se dirigieran a un público infantil o infantilizado) y el engolamiento vocal (el síndrome Operación Triunfo: potencia sin alma). Es difícil, muy difícil, atrapar un musical que plantee conflictos adultos expresados con naturalidad, o toparse con algo realmente nuevo. Esto último tal vez pueda deberse a que mientras maestros como Rodgers o Sondheim tenían innumerables influencias, destiladas en un estilo personal, buena parte de los compositores actuales parecen haber bebido de dos o tres únicas fuentes brotadas en los últimos veinte años. Quizás, me pregunto, nadie ha vuelto a componer como Kern, Porter o Loesser porque ha cambiado el sistema de producción y el caldo de cultivo que facilitaron su desarrollo como artistas.
Me escribe un viejo amigo americano, aficionado incombustible pero, por lo que veo, todavía más pesimista que yo: "El musical como forma en expansión, como un organismo vivo que crece y se desarrolla, murió a principios de los noventa a manos de la trivialidad y la elefantiasis. En las décadas anteriores, los autores buscaban y evolucionaban, los productores arriesgaban y el público estaba compuesto de muchos públicos. Poco a poco, como es natural, los grandes maestros enmudecieron, o comenzaron a repetirse; los productores se convirtieron en corporaciones, y de muchos públicos se pasó a uno solo, que pedía espectáculos familiares en el doble sentido del término. Lo que predomina y predominará en Broadway, con contadas excepciones, es el reciclaje, porque ese es el signo de los tiempos. Broadway se alimenta de revivals y de copias: la gente quiere más de lo mismo una y otra vez. No creo que el teatro musical desaparezca, pero nunca volverá a ser lo que fue. Se ha ido para siempre: ahora es una atracción turística". ¿Lasciate ogni speranza, entonces? No: hay modelos posibles y vías a seguir. La Menier Chocolate Factory, en Londres, por ejemplo. Se lo cuento otro jueves.
Babelia
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