Hace 75 años: el final del laberinto
Son las cuatro de la tarde del 31 de diciembre de 1936. Unamuno recibe en su casa de la calle Bordadores a un antiguo alumno, Bartolomé Aragón, ahora profesor de Derecho y miembro de Falange Española, que llega del frente. Dice encontrarse "mejor que nunca". Y cuando el invitado comenta desalentado si tal vez Dios no ha vuelto la espalda a España, el anciano descarga un puñetazo sobre la mesa camilla. "¡Eso no puede ser, Aragón. Dios no puede volver la espalda a España!" Son sus últimas palabras. Ha comenzado a palidecer y una zapatilla se chamusca en el brasero bajo el tapete. El privilegiado testigo alerta a la criada. Un médico amigo certifica la defunción.
La Falange local se apresura a organizar un homenaje póstumo a la altura del personaje fallecido. Se ocupa de la tarea el periodista Víctor de la Serna. A la mañana siguiente se ofician los funerales y por la tarde se trasladan los restos al cementerio. Portan el féretro, ataviados de azul mahón y correajes, el propio Víctor, que representa al jefe nacional Hedilla, dos compañeros periodistas y Miguel Fleta. Sobre la tumba, al grito de "¡Camarada Miguel de Unamuno!", los falangistas contestan brazo en alto "¡Presente!"
No es casual que Dios y España fueran las últimas palabras de Unamuno
¿Apropiación oportunista del cadáver? Por aquellas fechas el ilustre intelectual era también un cadáver político. Tras apoyar esperanzado la sublevación militar, se encontraba ahora en situación de arresto domiciliario, desengañado y abandonado por todos, confuso y desorientado, aislado y sin referencias, desolado y asqueado de las atrocidades de los "hunos" y los "hotros", en permanente y contradictorio monodiálogo. Los falangistas eran conscientes del enorme valor simbólico de este apoyo, sobre todo en el extranjero. Así lo indica la carta conminatoria que, tras el incidente con Millán Astray el 12 de octubre, el jefe local Francisco Bravo dirige al hijo mayor del ex-rector.
Y tenían motivos para exhibirle como uno de los suyos. Don Miguel había asistido en febrero de 1935 al mitin de José Antonio en el Teatro Bretón y departido amistosamente con los camaradas en el posterior almuerzo del Gran Hotel; le había piropeado en alguna ocasión, correspondida en la prensa azul con elogios encendidos a su españolismo; era público su apoyo a Franco y conocida a través de la Gaceta Regional su aportación económica a los rebeldes; recibía en su casa a la intelectualidad falangista salmantina y coincidía con ellos en la necesidad de salvar la civilización occidental de la amenaza rusa. Bien es verdad que tampoco escatimaba alusiones a la "inmunda falangería" o a las dos barbaries mellizas, la anarquista y la fascista, enemigas de la civilización.
Por otro lado, Unamuno acababa de definirse en Londres como un "viejo liberal". Le gustaba autoproclamarse liberal, "franca y netamente liberal", y reconocía estar criado en pecado de liberalismo, el auténtico y no el acomodaticio de los tenderos bilbaínos. Su oposición infatigable al autoritarismo caciquil de la monarquía y a la dictadura de Primo le habían deparado la destitución del cargo de rector, condenas penales y, por último, el destierro. Había sido diputado independiente en las Cortes republicanas. Y en el 18 de julio quiso ver un pronunciamiento liberal típico llamado a restablecer el agrietado orden republicano
Si este liberal, confeso y convicto, aborrecía el fascismo de los camisas azules, ¿por qué su coqueteo con ellos? Tal vez, porque en aquel final de 1936, eran los únicos dispuestos a escucharle. Y porque, además, se sentían embelesados con el discurso político de Don Miguel acerca de la nación española: que no era propiamente tal, sino una "re-nación" que había sabido refundir todas las diferencias internas; o, incluso, una "sobre-nación", a la que la Historia, que es el pensamiento divino encarnado en la Tierra, había dictado una misión ecuménica. Qué importaba en ese momento la monarquía o la república; lo decisivo era España y su tarea de españolizar el mundo imponiendo su dominio en el orden espiritual. Los republicanos estaban a punto de arrumbar ese proyecto grandioso de una hispanidad cristiana, individualista y liberal, a la vez que universal y eterna.
Individuo y nación, libertad y patria, Rousseau y Hegel, dos ejes que han guiado el quehacer político de la Modernidad. Que nadie espere encontrar en Unamuno la síntesis armoniosa de ambos, sino la oposición y el choque entre dos conceptos fuertes: el hombre singular, rebelde, indómito e irreductible, enfrentado a una nación densa, compacta, espiritual, mesiánica, proyectada y conducida por la divinidad en el camino de la Historia. Demasiado individuo para un fascista y demasiada nación para un liberal.
Nunca pretendió el bilbaíno resolver lo que la vida tiene de sustantivo, la contradicción. Al contrario, sostuvo la imposibilidad de decir sin contradecir; o de existir fuera de ese laberinto indescifrable que es la vida y por el que vagamos fatalmente atrapados. ¿No cabrá entonces desentrañar el quid final de lo que fueron el pensamiento y la vida de Unamuno? No es casual que Dios y España fueran sus últimas palabras, el resumen de sus dos grandes pasiones y, tal vez por ello, las dos puertas que nos permiten acceder al laberinto unamuniano. ¿Qué hay detrás de Dios y de su religiosidad? Sólo el ansia insaciable de un yo inmortal. ¿Y detrás de España? La ensoñación de un yo que fantasea a costa de matar la realidad de la vida. ¿Y en el fondo del laberinto? Yo con mayúsculas, el único, el absoluto, el bregador infatigable, el energúmeno y genial, el Miguel narciso, ególatra, quijote, existencial, todo pasión y víctima de sí, pero siempre Yo.
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