La privatización de la guerra
Si un creador pretende que su ejercicio de cine político sea totalmente eficaz, es decir, que contribuya al estado de opinión, cree polémica, ponga a pensar a los que nunca piensan y haga dudar a los que nunca dudan de sus propias opiniones, convertidas en dogmas, ya sean de un extremo o del otro, en determinados momentos de su proceso de trabajo debe frenar más que acelerar, guardar siempre su rabia para mejor ocasión y mostrar más que explicar.
Pero, una vez más, al guionista Paul Laverty y, por supuesto, al director Ken Loach, como máximo responsable de sus trabajos conjuntos, les vuelve a perder el subrayado. Esta vez con Route irish, una película en modo alguno desdeñable, interesante, potente por momentos y con sentido de la oportunidad, aunque con esa peligrosa querencia del tándem por, llegados los instantes claves, guiar al espectador con tanta vehemencia hacia su línea ideológica que se olvidan de que la repetición de efectos de choque tiende a neutralizar su efecto, con lo que su compromiso moral queda así un tanto diluido.
ROUTE IRISH
Dirección: Ken Loach.
Intérpretes: Mark Womack, Andrea Lowe, John Bishop, Geoff Bell, Trevor Williams, Stephen Lord.
Género: drama. Reino Unido, 2010.
Duración: 120 minutos.
Tanto a Paul Laverty como a Ken Loach les vuelve a perder aquí el subrayado
El tema esta vez es la guerra. Y la denuncia, la progresiva privatización de las contiendas en manos de compañías privadas que, a través de contratos con los propios Estados, terminan llevando hasta las batallas a mercenarios de todo tipo, alejados de cualquiera de las virtudes (¿?) inherentes a los ejércitos (honor, disciplina, patriotismo, asunción de culpas...), y solo agarrados a la cuantiosa nómina del final de cada mes, aún más cuantiosa en el caso de sus encorbatados jefes, que ni siquiera se juegan la vida. Una cuestión lo suficientemente peliaguda como para no necesitar cargar las tintas. Porque si se cargan, lo injusto roza lo grotesco. Y ahí van tres ejemplos: la cabezonería de Laverty por poner a los políticos a decir barbaridades mientras brindan con champán en las recepciones o juegan al golf; el poco control de Loach con sus intérpretes en los momentos en los que el texto ya lo dice todo y no hace falta que aquellos griten como energúmenos, y la tendencia de ambos a que, después de la visualización de un acto sin duda atroz, un personaje con demasiada pinta de ángel remarque lo atroz que es lo que acaban de ver.
Y aunque las consecuencias recaídas sobre los actos del protagonista, un antihéroe con todas las letras, siempre vayan en la buena dirección, y diversas tramas del guion estén bien trabajadas (a pesar de que la base, el vídeo con el móvil, recuerde demasiado a En el valle de Elah), en el último tercio hay algo que no se sostiene: jugar a la sorpresa final cuando, después de la secuencia de la tortura con el agua, todos menos el propio protagonista (¡el que mejor debería saberlo!) vislumbran hacia dónde se deben desviar las culpas, es simplemente ridículo. No que los culpables sean los que son, sino que se juegue a mecanismo dramático de sorpresa de última hora.
Babelia
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