Un feroz británico en Hollywood
La primera vez que el público se fijó en Gary Oldman (Londres, 1958) fue cuando en 1987 el actor interpretó a Joe Orton en Ábrete de orejas, del realizador Stephen Frears. Orton era un escritor que adquirió fama en la Gran Bretaña de los años sesenta y que era popular tanto por su calidad literaria como por sus desmanes. Oldman cogió a Orton por las solapas y le insufló la energía necesaria como para revivirle dos veces, en lo que sería el principio de su propia leyenda, la de un intérprete feroz, imparable, histriónico, pero -sobre todo- genial. La cosa había quedado meridianamente clara ya en 1985 en Sid and Nancy, el filme que retrataba la delirante existencia de Sid Vicious (bajista de los Sex Pistols), en un papel que parecía haber sido escrito para que el londinense explorara su lado oscuro y que le granjeó fama de enfant terrible de la escena británica, junto a otros intérpretes de su quinta, el denominado brit pack, como Tim Roth y Ray Winstone.
"No empecé en Hollywood por dinero. ¿Quién demonios le va a decir que no a Stone o Coppola?"
"Siempre he hablado claro. Creo que si vas a pasarte tres meses con alguien en un rodaje es importante ser sincero"
La trilogía salvaje de Oldman se completaba en 1989 con The firm, el telefilme para la BBC que definitivamente le catapultó a los altares de la actuación. El actor interpretaba a Bex, un hombre que llevaba la dualidad del Dr. Jekyll y Mr. Hyde a una nueva órbita: por un lado, un tranquilo agente inmobiliario con mujer e hijo; por el otro, un hooligan de renombre, cabecilla de una troupe temida en toda Inglaterra. Con The firm, dirigida por Alan Clarke, el mejor retratista que ha existido de la clase obrera británica, Gary Oldman confirmaba lo que ya todos sospechaban: a aquel tipo no se le paraba ni con un cañón.
Ahora luce bigote cuidado, gafas de diseño y un peinado que no disgustaría a los amantes del clasicismo. Detrás de él se sienta su representante, un hombre grande de amplia sonrisa que, más que su mano derecha, parece un colega de los de toda la vida y que interviene -de cuando en cuando- en la conversación con la alegría de un amigo que pasaba por allí. El actor se apoya relajadamente sobre lo que parece ser una especie de trona de aires playeros en un bar de Venecia. Hay poca luz, pero a Oldman no parece importarle. Pregunta al periodista de dónde viene y estrecha la mano con la fuerza justa. Luego se mesa el pelo, bebe un trago de agua y dice: "Cuando quieras". No es la imagen que uno esperaría encontrar de un hombre conocido por su afición a pasarse de rosca (profesionalmente hablando). Además, está el volumen de su voz: tan bajo que no queda más remedio que mover la silla un metro en busca de una acústica algo más nítida. Definitivamente, el Oldman persona poco tiene que ver con esa bestia que ha interpretado a Lee Harvey Oswald en JFK, al Conde Drácula en Drácula, a un terrorista soviético en Air Force One o al malvado Zorg en El quinto elemento. El actor está en la ciudad de los canales para presentar lo que se suponía la antítesis de su especialidad: la traslación al cine de las aventuras del rey de los espías tranquilos, el viejo Smiley, (anti)héroe sin medallas, hijo de la guerra fría y legendario producto de la mente del escritor John le Carré. La película, El topo, acababa de ser recibida en La Mostra con el cariño que se profesa a los clásicos.
"Smiley podría ser cualquiera, es un personaje muy definido, pero al mismo tiempo es un lienzo en blanco, así que en realidad podría ser cualquiera. Para mí, si puedo decirlo así, fue como reinterpretar a un clásico: sí, es un personaje icónico, sí, [el actor] Alec Guinness lo convirtió en algo inolvidable y muy querido, y sí, su serie [Smiley's people, 1982] es legendaria. Pero como hay más de un Smiley, también hay más de un Hamlet, y si vas a interpretarlo, si tienes la oportunidad de interpretar a un gran personaje (y este lo es), tienes que olvidarte de todos los demás que lo han interpretado antes. Y tienes que hacerlo porque, llegados a cierto punto, los dos vamos a recitar los mismos diálogos y, por tanto, yo voy a repetir los diálogos de Guinness, así que tienes que concentrarte en tu propio trabajo y dejar atrás todo lo demás. Y hay otra cosa: Smiley tiene un lado sádico, puede ser bastante cruel, y eso, que está en el libro más que en las series, es algo que queríamos explorar. Además, tenemos la ventaja de ser dirigidos por un sueco, y eso nos da una perspectiva totalmente nueva. Creo que si la película hubiera sido dirigida por un británico, este hubiera querido hacer algo romántico, nostálgico, casi post mortem. Pero Thomas [Alfredson, director del filme] es muy audaz, y el hecho de que sea alguien que no traiga equipaje y se atreva a entrar en el asunto y no sienta la presión de actualizarlo metiendo una explosión aquí y otra persecución allí, que sea capaz de darle el ritmo que la película necesita, nos ha hecho muy afortunados", dice Oldman, haciendo varias pausas por el camino y con un marcadísimo acento británico.
'El topo' es la segunda película de Alfredson después de la maravillosa Déjame entrar, y algunos se llevaron las manos a la cabeza cuando Oldman fue el escogido para encarnar al veterano espía. Sin embargo, el intérprete británico es perro viejo y le bastó con un abrigo, unas gafas y la promesa de un rostro circunspecto para llevarse a Smiley a su terreno. "Solo quedé una vez con John le Carré y no necesité nada más. Está todo en los libros... Me quedé con su forma de hablar y su enciclopédico conocimiento del personaje. Y algunas cosas que me dijo sobre los protagonistas, como que eran 'repugnantemente educados'. Aquello me hizo pensar mucho sobre la naturaleza de la historia y del propio Smiley".
Hijo de un soldador y de una ama de casa, ya de adolescente Oldman se agarró a la actuación con la fuerza de un titán, quizá desesperado por encontrar una vía de escape a un barrio duro, un padre que le abandonó a los siete años y una perspectiva de futuro poco alentadora, por decirlo de algún modo. Desde el primer minuto destacó por su rabia y compromiso tanto como por su habilidad a la hora de cambiar su aspecto físico y su destreza con los acentos, cualidades ambas que cultivaría después en su salto a Hollywood. "Es bastante sabido que me enganché al teatro por culpa de una película de [el actor] Malcolm McDowell, The raging moon. Me dijeron que para entrar en la escuela de arte dramático necesitaba dos lecturas: una de Shakespeare y otra contemporánea. Para la de Shakespeare pedí ayuda a un profesor que conocía, y para la otra me fui a una librería y me compré un libro sobre cómo proceder si te hacían leer en público [risas]. Me fueron bien ambas cosas, me dieron una beca y empecé mi carrera", explica Oldman cuando se le pregunta por sus inicios, cuando era un joven estudiante en el Rose Bruford College, en Londres.
Esa intensidad afectaba también a su vida personal, primero en la capital británica, donde tenía fama de ave nocturna, y después en Los Ángeles, cuyas aceras sirvieron de escenario a su famoso arresto junto a Kiefer Sutherland después de que fueran pillados in fraganti conduciendo bajo los efluvios del alcohol. Además, el actor también es conocido por su personalidad a prueba de necios que le ha costado varios líos y algún que otro disgusto: "Siempre he hablado claro. Creo que si vas a pasarte tres meses con alguien en un rodaje es importante ser sincero. Supongo que mucha gente prefiere regirse por otros principios, pero a mí siempre me ha gustado hablar claro. El problema es que antes los desacuerdos, los malentendidos y las mentiras eran flor de un día, la gente envolvía el bocadillo con esos periódicos y ahí se acababa todo. Ahora queda para siempre en tu historial, alguien lo pone en Internet y allí resta para siempre [sonríe]". También le han acusado de llevarse los papeles a casa, de ser demasiado apasionado en el set y hasta de tener el síndrome de Estocolmo con sus personajes. Oldman se ríe: "Es ofensivo para mí y para la profesión, pero son cosas que pasan, no les doy más importancia".
Su carrera estadounidense -la de verdad- empezó en 1992 cuando Francis Ford Coppola le otorgó el papel protagonista en Drácula. De repente, las dos personalidades que convivían en aquel actor se encontraron con el personaje perfecto: el decrépito conde que mora en un palacio, condenado a vagar en perfecta soledad, y el vampiro con pasado guerrero que cruza los océanos en busca de su amada. Su habilidad para vestir las cuatro esquinas del noble maldito le convirtieron en un abrir y cerrar de ojos en el nuevo amigo de Hollywood. En realidad, el actor ya había convencido a propios y extraños con su papel del villano más enigmático de la historia de EE UU, Lee Harvey Oswald, en aquella película de Oliver Stone llamada JFK, pero Drácula tuvo, además de la polémica del filme de Stone, el favor de la taquilla mundial, y eso en la meca del cine es el pasaporte a la fama. "No empecé en Hollywood por dinero; cuando Oliver Stone vino a verme, no podía decirle que no. ¿Drácula? Lo mismo. ¿Quién demonios le va a decir que no a Francis Ford Coppola?", recuerda Oldman mientras se pasea la mano por la mandíbula.
De aquella época hay quien recuerda sus devaneos con las drogas y el alcohol, que a punto estuvieron de costarle la carrera y puede que algo más. En 1993, Oldman, que se asomaba al abismo varias veces por semana, entró motu proprio en Alcohólicos Anónimos, organización de la que hace proselitismo desde entonces: "Me salvó la vida". Ahora el actor parece asentado en un lugar de privilegio: en 2012 estrena The dark night rises, la esperada continuación de El caballero oscuro, donde interpreta al comisario Gordon; y también Akira, la adaptación del manga de Katsuhiro Otomo que dirigirá el catalán Jaume Collet-Serra. De su vida privada sigue sin saberse demasiado, excepto que el londinense tiene tres hijos, Alfie, Gulliver y Charlie, de dos matrimonios distintos, y que su auténtica obsesión es el coleccionismo de carteles cinematográficos originales. "¿Cómo sabes eso? Me gusta comprar piezas de los años cuarenta y cincuenta, preferentemente de cine negro. Aunque reconozco que últimamente solo me compro uno o dos al año. Ya sabes", dice mientras hace con los dedos el gesto universal de "cuesta mucho dinero".
Su crudo retrato como director
Paradójicamente, los premios (gordos) de los que puede presumir Gary Oldman no son por su trabajo como actor. Los amasó con su primera (y de momento única) película como director, 'Los golpes de la vida'. El filme, un crudo retrato en el que no cuesta reconocer un esbozo de la trayectoria vital del propio Oldman, estaba protagonizado por un inmenso Ray Winstone y contaba los avatares de una familia (decir disfuncional sería casi una obviedad) en los suburbios de Londres cuya existencia es amenazada por las drogas y el alcohol. La película, rocosa hasta decir basta, fue una de las candidatas a la Palma de Oro del Festival de Cannes en 1997. Precisamente en el certamen francés rascó su primer galardón, el de mejor actriz para Kathy Burke. Poco después obtuvo cuatro nominaciones a los premios Bafta (el equivalente británico a los Oscar) y una larguísima ristra de menciones y premios en festivales de cine de todo el mundo. A pesar de ello (ya han pasado 14 años), Oldman no ha vuelto a pisar los territorios de la dirección, quizá porque -como él mismo reconocía "la experiencia fue devastadora".
hombre de hollywood.
Arriba, Gary Oldman en una imagen reciente, del pasado 12 de noviembre, durante una cena de la Academia de Hollywood. Abajo, en una escena
de 'El quinto elemento'.
polifacético.
Gary Oldman es un actor de variados registros. Arriba, en su papel de Smiley en 'El topo'. Abajo, en 'Amor a quemarropa', de Tony Scott, en 1993, y en 'Drácula', de Bram Stoker, en 1992.
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