Gobierno estable, país destruido

Ocho años y medio ayudan a reescribir la historia y eliminar detalles que estropean el cuadro de la victoria. ¿Quién se acuerda hoy de las armas de destrucción masiva que todos decían saber que existían y nadie encontró? ¿Quién se acuerda de las presiones sobre Hans Blix, jefe de los inspectores de la ONU en Irak? ¿Quién habla hoy de la intervención de Colin Powell en el Consejo de Seguridad con un tubito lleno (supuestamente) de ántrax? ¿Quién recuerda las declaraciones de Dick Cheney en las que afirmaba que Sadam Husein estaba relacionado con Al Qaeda y, por tanto, con los atentados del 11-S? ¿Quién menciona hoy el caso Plame, las torturas en la cárcel de Abu Grhaib, matanzas de civiles como la de Haditha? No es tiempo de remover el pasado, sino de vender una victoria que no es.
La invasión de Irak comenzó el 20 de marzo de 2003, con pocas tropas (265.000) en comparación con 1991 (casi un millón). La diferencia se debía a que el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, sostenía su estrategia en una idea simplista: la población recibirá a los soldados de EE UU como libertadores. Cuando comenzaron los saqueos, EE UU carecía de medios para evitarlos. También, de voluntad. Esa permisividad dinamitó su prestigio: pasaron de la liberación a la ocupación.
El régimen cayó en tres semanas. Cuando las tropas estadounidenses entraron en Bagdad el 8 de abril de 2003 hubo un gesto inconsciente que delató el programa del atacante: al derribar la estatua de Husein en la plaza del Paraíso colocaron al cuello del dictador una bandera de EE UU. Ese día, los generales estadounidenses dieron por terminada una guerra justo cuando empezada otra, la de la insurgencia.
Hoy nadie recordará el error mayúsculo del virrey Paul Bremer en mayo de 2003, al disolver el Ejército y expulsar de la Administración a los militantes del Partido Baaz. En un solo decreto, Bremer destruyó el Estado y mandó a la insurgencia a decenas de miles de soldados armados.
Hasta 2007, EE UU luchó contra dos resistencias, la iraquí, y la vinculada a Al Qaeda atrapado por su propia propaganda. Todo empezó a cambiar en 2007 con la llegada a Bagdad de David Petraeus, quien tomó una medida arriesgada, fuera de la línea oficial de pensamiento: aliarse (comprarse) con la insurgencia y dotarla de medios para que luchara contra Al Qaeda. Los hombres que habían atentado contra los soldados estadounidenses pasaban a trabajar para el Pentágono.
EE UU no ha perdido la guerra, pero tampoco la ha ganado: el vencedor estratégico es Irán. El régimen de los ayatolás domina en tablero iraquí sin disparar una sola bala. También sacará beneficios del fracaso que se anuncia en Afganistán.
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