El rey de un país libre
¿Cómo fue posible esta extraordinaria historia? Se han borroneado muchas páginas al respecto, y buen número de los figurantes y protagonistas que vivieron sus distintas etapas han dado sus testimonios. Pero el actor principal, el Rey, no lo ha hecho, ni probablemente lo hará nunca. Ha concedido algunas raras entrevistas (como sus conversaciones con Vilallonga) en las que evoca el asunto, pero lo hace siempre con tanta prudencia, evitando tanto reivindicar en ella el papel protagónico que desempeñó en el desmantelamiento del sistema franquista y el establecimiento de la democracia, que la exacta valoración de sus iniciativas y méritos políticos en lo sucedido en estas últimas décadas en España queda como asignatura pendiente para futuros historiadores. Cuando le preguntan si lleva un diario o escribirá algún día sus memorias, responde categóricamente que no. Don Juan, su padre, le advirtió desde niño que un rey no podía hacerlo, porque un testimonio real de esta índole inevitablemente heriría sensibilidades y provocaría divisiones, algo que un soberano empeñado en serlo "de todos los españoles" debe evitar a toda costa.
Siempre le ha acompañado la buena estrella. Lo dice con tanta convicción que sería una majadería no creerle
Ya nadie cree que el Monarca español carezca de luces; por el contrario, todos le reconocen una sutil inteligencia para haber actuado -desde que, por acuerdo entre Franco y don Juan, vino en 1948 a continuar su educación en España, y en todas las instancias posteriores de su trayectoria- con una destreza, visión de futuro, sentido de la oportunidad, tacto e incluso maquiavelismo político fuera de lo común. Sin esos atributos que don Juan Carlos ha demostrado tener, probablemente España sería ahora una República, y la transición hacia la democracia hubiera resultado muchísimo más conflictiva y traumática de lo que fue. No es modestia la que le lleva a salirse por la tangente, o a minusvalorar su rol, cuando se le pregunta sobre esa larga peripecia que le permitió, progresivamente, ganarse la confianza, primero, del Caudillo, sin perder la de su padre, y de buena parte del aparato director de la dictadura, de modo que fuera elegido por Franco, dentro de los mecanismos legales y constitucionales fraguados por el régimen, para ocupar el trono, y, más tarde, la de las distintas fuerzas de la oposición, para impulsar un proceso político cuya consecuencia última sería, pura y simplemente, la liquidación del franquismo. ¿Fue una estrategia planeada con lucidez y deliberación en la juventud o primera adultez por el propio Príncipe? ¿O una sucesión de actitudes e iniciativas sin ilación, producto de la inspiración del momento, que luego, en el devenir histórico, aparecerían racionalmente concatenadas en pos de un fin?
Cuando escucha preguntas tan serias, tan barrocas, don Juan Carlos sonríe con amabilidad y encuentra una manera de recolocar al abstracto interlocutor en ese territorio concreto de la anécdota divertida, el comentario ligero y la chanza amena, superficial, que finge ser su preferido. Dice que no planeó nada de eso, que no hubo una estrategia, que procedió, cada vez, en cada caso, de acuerdo a las circunstancias, siguiendo muchas veces al pálpito lo que convenía hacer. Y que, además, le ayudó siempre el hecho de haber tenido cerca a personas competentes, leales, serviciales, idealistas, interesadas en el bien de España (nunca olvida citar a la Reina entre ellas), cuyo consejo y ayuda fueron valiosísimos. Y que, por último, a él siempre le ha acompañado la buena estrella. Lo dice con tanta naturalidad y convicción que, aunque evidentemente las cosas no pudieron ser para él tan felices ni tan sencillas como pretende, sería una majadería no creerle. (...)
Hace bien, desde luego, empeñándose en no aparecer como un gigante de la historia, como el Rey providencial, ni siquiera como un ciudadano que ha prestado servicios desmesurados a la democratización y modernización de España. No le corresponde a él, sino a los futuros historiadores y a los españoles que vendrán, cuando, con la perspectiva debida, se puedan hacer las sumas y las restas, sacar el balance y dictar el veredicto definitivo.
Pero en su fuero más íntimo, cuando no hay cerca testigos incómodos, si en esa ajetreada vida que es la suya, donde todos sus minutos del día están programados y el protocolo cotidiano debe ser cumplido sin desgana ni fatiga, más bien con entusiasmo y buena cara, dispone del tiempo necesario para meditar un rato a solas, ahora que se cumplen 25 años desde que es rey de "todos los españoles", como se propuso y ha conseguido serlo, debe de invadirle sin duda una bienhechora sensación, esa tranquilidad que da el trabajo bien hecho, la impresión de haber conseguido, con el esfuerzo y el talento invertidos en ello, mover las cosas en la buena dirección. (...)
Los cambios son gigantescos en todos los dominios, y se refractan, de manera vertical y horizontal, por todas las capas sociales y las regiones de la Península. Pero hay un dominio, sobre todo, en el que lo conseguido en estos últimos 25 años es emocionante. España es hoy un país libre. Libre como nunca lo fue antes en su historia, libre en su vida política y libre en la mentalidad de la inmensa mayoría de sus gentes, libre en sus costumbres y en sus instituciones, en la prensa que se lee y escucha o ve, en la fe y en los cultos religiosos o en el rechazo de la religión, en el obrar de sus partidos políticos y en las ideas e imágenes de quienes reflexionan, enseñan, escriben, pintan o componen, en las manifestaciones de sus lenguas y culturas diversas, en todos los ámbitos donde la libertad humana puede ejercerse. Lo cual no quiere decir que esa libertad se aproveche en todas partes y por todos de la misma manera y con los mismos beneficios. Es obvio que en el País Vasco, por culpa del fanatismo y el terror del extremismo nacionalista, se es mucho menos libre que en el resto de España, por ejemplo, y que la libertad no alcanza del mismo modo a un ciudadano español que a un inmigrante ilegal. Pero, haciendo todas las matizaciones y rebajas debidas, nadie que no sea ciego -que no sea un fanático- puede hoy día negar que, por un conjunto de circunstancias que sería largo enumerar, España disfruta hoy de ese privilegio todavía exclusivo, por desgracia, de apenas un puñadito de países en el mundo: ser una nación donde la libertad es una realidad en las leyes y en los usos y conductas de sus ciudadanos. Esta ha sido una tarea común de miles, de millones de hombres y mujeres, resultado de innumerables esfuerzos y sacrificios, pero en aquella tarea, a algunas, a algunos, ha tocado hacer aportaciones más significativas y relevantes. Sería injusto no reconocer, ahora que se cumple un cuarto de siglo de su subida al trono, la gigantesca contribución prestada por Juan Carlos I a hacer, por fin, de España una tierra de libertad.
Afrontar el futuro
El heredero, casado. El Príncipe Felipe se casó el 22 de mayo de 2004 con la periodista Letizia Ortiz. El enlace fue seguido por 25 millones de españoles por televisión.
Un momento emotivo. El instante quedará para siempre. El Rey y el expresidente Adolfo Suárez caminando por un verde luminoso, de espaldas. Y el abrazo del Monarca. Quien tomó aquella imagen en 2009, el hijo de Suárez, recuerda: "El Rey supo interpretar el abrazo de todo un país. Están casi vueltos. No se les ve la cara, pero se les reconoce. Evocan la mejor España". Su autor recibió el Premio Ortega y Gasset. Y añade que también le debe al Rey las lecciones de fotografía que le dio desde niño.
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