Viaje por la emigración
Esto en España de llamarme moreno o morenito... No, tío. Nada de eufemismos. Llámame negro. Soy negro. Estoy orgulloso de ser negro. Llámame negro y no pasa nada".
Albert Bitoden Yaka, camerunés, de 31 años de edad, habla español con un eco andaluz. Hace cuatro años no hablaba nada. Lo aprendió durante los ocho meses que vivió en las calles de Melilla en 1996, durmiendo a la intemperie. Con un diccionario español-francés y leyendo ¡Hola! "y otras revistas del corazón", como él cuenta, que encontraba tiradas en los basureros de la ciudad. Albert habla también inglés. Y cuatro o cinco idiomas más. De los que se hablan en Nigeria, Costa de Marfil, Benin, Burkina Faso, Ghana, Malí: los países que atravesó, trabajando y ahorrando en cada uno de ellos para poder seguir viaje, durante la odisea de cinco años que le condujo finalmente a España. Odisea que incluyó una expedición de un mes de sur a norte, de Malí a Marruecos, a través del Sáhara. A pie.
"De aquí a 10 o 20 años, las calles de las grandes ciudades españolas se parecerán a babeles multicolores"
"Se habla mucho de las pateras, pero la gente no sabe lo que está ocurriendo en el desierto. Un caminar sin cesar"
"Se habla mucho de las pateras, pero la gente no sabe lo que está ocurriendo en el desierto. No sabe, tío. Un caminar sin cesar. Sin cesar. Día y noche. Por el camino ves a chicos de 20 años, chicos con títulos universitarios, muertos o muriéndose. Ves a mujeres jóvenes a punto de morir, desesperadas, vendiendo sus cuerpos. Se me vienen a la cabeza imágenes espantosas. Espantosas, tío".
Después de atravesar el desierto, la policía marroquí le metió en la cárcel. Durante un mes. "Entonces me fui a la ciudad de Nador. Alguien ahí me dijo: '¿Por qué no te vas a España?'. Yo contesté: '¿España? ¿Qué es eso?".
España es la puerta de África hacia Europa desde tiempos inmemoriales, pero los españoles saben menos sobre los africanos que sus vecinos europeos del norte. Si aquella persona de Nador le hubiera dicho a Albert: ¿por qué no te vas a Francia, o Alemania, o Inglaterra?, Albert habría tenido una idea razonable de lo que era eso. No solo porque Albert es un hombre culto, que ha ido a la universidad, sino porque Francia, Alemania e Inglaterra rebosan de inmigrantes africanos que envían noticias a casa. Para la mayoría de los africanos, España es territorio virgen. Para la mayoría de los españoles, los africanos son criaturas extrañas y desconocidas. Pero eso está cambiando. Hasta hace 10 años, España era un lugar de tránsito hacia las naciones ricas del norte. Ahora, España es rica, así que los africanos se quedan aquí.
Durante la mayor parte de este siglo, España ha sido exportadora neta de emigrantes. Ahora es importadora neta. El mayor grupo de inmigrantes, después de los europeos occidentales, procede de África. Marroquíes sobre todo, pero también, cada vez más, argelinos, gambianos, senegaleses, nigerianos. El número de residentes legales africanos en España está en la actualidad en torno a los 200.000, posiblemente con otros 100.000 residentes indocumentados. El Gobierno español anunció en octubre que proyecta acoger a otro millón de trabajadores extranjeros en los tres próximos años. Una vez que adquieren la legalidad, los trabajadores traen a sus familias, como hacen los inmigrantes en todo el mundo. Los inmigrantes africanos, en concreto, se reproducen a un ritmo superior al doble del promedio español.
De aquí a 10 o 20 años, las calles de las grandes ciudades españolas, que son ahora las de color blanco más homogéneo de los principales países europeos, se parecerán a las babeles multicolores y de religiones diversas de Londres, París y Francfort.
¿Está preparada España para afrontar el reto? ¿Se ha purgado del sistema español el gen xenófobo que alimentó la expulsión de los moros hace 500 años? ¿O quizá el choque de razas y culturas genere unas tensiones tan lamentablemente arraigadas como en Estados Unidos, donde un apartheid mental reduce la comunicación a un estridente diálogo de sordos? ¿En qué estado se encuentra la nación española ante los eternos problemas creados por la abundancia racial del planeta? ¿Somos, en resumen, racistas los españoles?
El País Semanal ha llevado a cabo su pequeña odisea a través de España, de sur a norte, para intentar dar respuesta a algunas de estas preguntas.
Melilla, como Ceuta, es Europa, pero también es África. Un territorio de apenas 12 kilómetros cuadrados que fue conquistado por España en 1497, y en el que se estableció una cabeza de playa para protección y como sistema de aviso en caso de invasión de los moros. Quinientos años después, las señales de alarma suenan todos los días.
A Melilla le gusta decirse la Ciudad de la Tolerancia. Porque cristianos, musulmanes y algunos judíos comparten el mismo espacio y no parece que les preocupe demasiado. La Ciudad de la Tolerancia se defiende de intrusos indeseados con una verja elevada -mejor dicho, dos verjas elevadas paralelas- rematada con alambre de espino y vigilada por vídeo, sensores electrónicos y hombres armados en torretas de vigilancia. Entrar en el perímetro del territorio, en forma de abanico, solía ser mucho más sencillo antes de que empezaran a construir el telón de acero hace un año. Cuando Albert entró en 1996, saltó por encima de la verja. Hoy necesitaría una pértiga.
Aun así, siguen llegando indocumentados, como les llaman los corteses españoles, que se muestran, por una vez, más correctos políticamente que los estadounidenses, con su designación de "extraños ilegales" para los que llegan sin invitación.
En el centro de acogida temporal, conocido como la granja, 400 hombres aguardan novedades. Esperan saber si les han concedido permiso para ir a "la Península" a buscar trabajo. Es su billete hacia la esperanza, pero sobre todo, más necesario, hacia la libertad. Se encuentran vigilados por la policía, tras una verja, hacinados en largos edificios bajos colocados en hileras. Duermen en colchones infestados de pulgas, si tienen suerte, o sobre cartones, si no la tienen, con la misma intimidad que unos pollos de criadero. Quizá sea por eso por lo que al lugar lo llaman la granja. (...)
Albert vive en Cádiz ahora. Está de visita en Melilla para impartir un curso. Un hombre negro que da clase en un aula llena de españoles. Está contratado por Andalucía Acoge, una red dedicada a ayudar a los inmigrantes. El trabajo de Albert consiste en formar a los que ingresan en la organización. Coordinador del voluntariado, se llama su puesto.
Albert tiene la constitución baja y enjuta de un hombre que bulle de energía mental. Detrás de las gafas, sus ojos son inquisitivos y escrutadores. Cuando se le pregunta qué es el racismo, tiene la respuesta preparada: "Un miedo en el subconsciente diferente al otro. Un miedo basado en la ignorancia, en la falta de información. Que resulta en una tendencia a clasificar a la gente de forma negativa". ¿Y en España hay racismo? "Creo que sí. En todo el mundo lo hay, ¿por qué no lo va a haber en España? Pero también en una búsqueda continua de información negativa. Se está clasificando al inmigrante como nada más que un ser que come, duerme y trabaja en los invernaderos".
¿Valió la pena la odisea a la soñada Península? ¿Cómo resultó ser eso de España? "No es un lugar de sueños. Yo he sido afortunado. Dos, tres, cuatro... se integran, pero con los otros cincuenta, cien, ¿qué pasa? Creo que hay que darle salida al tema. Más y más inmigrantes van a llegar de África. Documentados o no. Es un momento delicado el que vivimos en España. Porque, no lo dudes, la gente cruzará el Estrecho, siempre; cruzará las verjas, de una forma u otra, siempre".
Almería. Habiba Baih cruzó el Estrecho en lancha. El viaje duró media hora. Le costó 300.000 pesetas. La inversión no resultó ser mala. Seis años después sigue viviendo en España. Se casó con un malagueño y es residente legal, tiene trabajo, un coche, parabólica en el tejado que la mantiene en contacto televisivo con Marruecos y dos hijos que van al colegio y se están convirtiendo en andaluces.
Pero Habiba es una mujer amargada.
No tanto por el trabajo, aunque es duro trabajar en el campo ocho horas al día. No tanto porque le exigen 30.000 pesetas mensuales por el alquiler del estrecho pisito donde vive. La amargura de Habiba parte del convencimiento de que vive en un país institucionalmente racista. Se separó de su marido malagueño cuando el hijo que tuvieron, Manolito, tenía menos de cuatro meses. Un juez le dio la custodia del bebé al padre. "Es un borracho que me abandonó por la vecina, pero el juez dice que soy extranjera y no puedo criar un niño", dice Habiba. "Si fuese española, dudo mucho que le quitaran el niño", dice su abogada.
Habiba vive en Campohermoso. A doscientos metros de un bar donde se pueden oír conversaciones como esta. "No te puedes fiar de los moros", "Los moros son unos delincuentes", "Son unos hijos de puta", "Hay que matarlos a todos". (...)
Antonio Ramírez y su mujer, Paciencia Obono, viven en Santa Coloma de Farners. Él es blanco y ella negra, de Guinea Ecuatorial. Viven juntos y tienen un hijo de un año. Planean casarse. (...) La familia de Antonio, que procede de Jaén, ha acogido a Paciencia como a una hija, después de ciertas dudas iniciales inevitables. Sin embargo, en el pueblo, en el bar que posee Antonio y donde trabajan ambos, el peso del racismo es palpable. Nada espectacular. Nada que cause dolor físico. Es un goteo diario que mina la moral y obliga a combatir para mantener la dignidad. "La gente, a veces, viene al bar y nos mira con mal ojo", explica Paciencia.
"A mí me preguntan en el bar: '¿Está aquí tu mujer todavía?', con la idea por detrás de que ella se ha unido conmigo no por amor, sino porque quiere conseguir sus papeles", dice Antonio. "Es una falta de respeto total. Vas siempre con pies de plomo, consciente de lo que dice la gente".
Antonio tiene un trasfondo de amargura cuando habla, una ira que le empuja a hacer afirmaciones sobre sus compatriotas que quizá son un poco duras. "España es uno de los países más racistas que hay", asegura. "Más racista que otros países europeos. Y si hubiera una población grande de inmigrantes aquí, como en Inglaterra, Alemania o Francia, estaríamos peor".
Es posible. Pero también podría ocurrir todo lo contrario. Tal vez el problema en España sea que la gente no ha tenido el contacto suficiente con gente de otros colores, religiones y culturas. Quizá cuando lleguen más inmigrantes, los españoles sigan el ejemplo de Antonio y Paciencia. Puede que se enamoren y tengan hijos. Que es la única solución definitiva para que la humanidad elimine el racismo de la faz de la Tierra.
No ocurrirá a corto plazo. Mientras tanto, lo que España debería hacer es intentar sentar un ejemplo para el resto de Europa, donde la inmigración seguirá siendo, probablemente, una cuestión social y política fundamental durante muchos años. España, que empieza a lidiar con un problema en el que otros han fracasado, debe plantearse un reto. Convertirse en un modelo de relaciones entre razas para el resto de Europa. Y hacer de ello un símbolo de orgullo nacional.
¿Cómo conseguirlo? Escuchemos al escritor George Orwell, que aconseja reconocer, en primer lugar, que esos sentimientos nacionalistas, o racistas, forman parte de la condición humana. Lo que hace falta es lo que Orwell denomina un "esfuerzo moral" para impedir que dichos sentimientos "contaminen nuestros procesos mentales".
Hay una manera de impedir que ocurra esa contaminación: un método muy sencillo, pero al mismo tiempo -por lo que indica el triste historial de la humanidad- increíblemente difícil. Se trata de aplicar el principio al que ha dedicado su vida el viejo amigo de Mandela. Mostrar a la gente, a todas las personas, un respeto normal y corriente.
La fuga de españa
Viaje de vuelta. Tras este reportaje, vinieron muchos otros en los que se narraba el drama de las pateras, el salto de la valla de Melilla, las pésimas condiciones de vida de los extranjeros una vez en el país... Hoy, si hubiera que contar una historia sobre migraciones, sería inversa: Después de años en los que el sueño español sirvió de efecto llamada, el giro en picado de la economía ha provocado su huida: en 2011 se marcharán más de 580.000 personas de España, según datos adelantados por el Instituto Nacional de Estadística. Nueve de cada 10 serán residentes extranjeros.
Inmigración en caída. Siguiendo esa línea, por primera vez los datos del padrón municipal registraron un descenso en la inmigración: en lugar de ganar, España perdió 17.000 inmigrantes en 2010. En este país viven en la actualidad 5,7 millones de extranjeros (la mitad de ellos, de países de la Unión Europea), que representan el 12,2% de la población.
Racismo. Aunque solo el 0,1% de los españoles percibe el racismo como "el principal problema" del país, según el barómetro del CIS más actualizado, casi el 80% consideraba en 2009 que el número de inmigrantes era "elevado" o "excesivo", según el último informe sobre actitudes hacia la inmigración. La mayoría creía además que los extranjeros recibían del Estado "mucho más" o "más" de lo que aportaban.
Integración. Pero también se ha corrido en estos años el camino a la integración. El dato esperanzador viene, entre otros, del deporte: un 65,5% se muestra hoy a favor de que "compitan representando a España deportistas de origen extranjero que hayan adquirido la nacionalidad".
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