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ANÁLISIS | Crisis política en el sur de Europa
Columna
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La hora de Napolitano

Antonio Elorza

Giorgio Napolitano fue elegido presidente de la República en 2006. Octogenario, el nombramiento parecía constituir el premio a su larga carrera como demócrata sin tacha y una solución de compromiso. El papel del jefe del Estado en Italia es en condiciones normales simbólico, aun cuando desde la actuación del democristiano Scalfaro en los años noventa se comprobó que en tiempo de crisis, el ritual y las ceremonias pueden ceder paso a intervenciones decisivas. Es lo que ahora ha sucedido.

Actuar como "garante de la Constitución" con Berlusconi al frente del Gobierno no fue tarea fácil, y Napolitano supo desempeñarla con estricta objetividad, a pesar de la distancia que le separaba del primer ministro, sin queja alguna de este, pero mostrando en sus mensajes que era posible otra forma de dirigir el Estado, con un estricto sentido de la moralidad y de atención a los intereses públicos. Fue una obra de arte política, ahora consumada.

El presidente de Italia ha sabido jugar con maestría y exquisito respeto hacia las normas
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Dirigente del PCI durante décadas, influido por Togliatti en su propuesta de nacionalización de la izquierda, encarnó el esfuerzo por conciliar la voluntad de cambio social con la profundización de la democracia, pues a su juicio toda transformación "tiene que fundarse en amplias bases de consenso y participación política". A fines del siglo XX, alcanzar este objetivo requería una proyección eficaz en el nuevo marco europeo. La política era para él espíritu de reforma y previsión racional, "saber mirar hacia la lejanía, saber contemplar conscientemente el futuro". No ha de extrañar que el horizonte de Napolitano desbordase el marco político inmediato y le llevara a tener como interlocutores a intelectuales como Hobsbawm, Sraffa o Bobbio.

Ante la mezcla de sobresaltos de todo tipo, degradación de la moral política y propensión autoritaria de Berlusconi, Napolitano fue capaz de preservar la dignidad del Estado, sin interferencia alguna en el proceso político. Se limitó a defender instituciones amenazadas, tales como la magistratura. Supo esperar hasta el borde del precipicio, para entonces jugar con maestría (y exquisito respeto hacia las normas), al cortar todo intento de posponer la dimisión por parte de Berlusconi, y sentar las bases de la única salida razonable, un Gobierno presidido por el prestigioso economista Mario Monti, dispuesto a asumir sacrificios, y también a acabar con privilegios, con colaboración unitaria de los partidos.

Tocaba a estos no arruinar la última posibilidad que queda al país. Pero por la decidida oposición impulsada desde el primer momento por Porta a Porta, el programa insignia del berlusconismo, pudo verse que el abierto respaldo del Cavaliere al Gobierno Monti encerraba tal vez una contrajugada, tendente a quedarse en un apoyo externo. Solo que una vez abierta la caja de Pandora, su partido ha estallado, con consecuencias imprevisibles.

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