Las promesas de El Asad
El 2 de noviembre, el despótico régimen sirio aceptó una iniciativa de paz de la Liga Árabe para poner fin a ocho meses de represión, que lleva camino de cobrarse 4.000 víctimas. El plan preveía retirar las tropas de las calles, liberar a los presos políticos, permitir la entrada de periodistas extranjeros y el comienzo de un diálogo con la balbuciente y desarticulada oposición. Una semana después, Damasco puede apuntarse al menos otros 60 civiles muertos por sus tanques, armas pesadas y francotiradores, sobre todo en la ciudad de Homs, baluarte de la rebelión contra la sangrienta dictadura hereditaria.
Desde marzo, en que comenzó la revuelta popular, el presidente Bachar el Asad, un farsante, ha hecho varias veces promesas semejantes, desmentidas inmediatamente por los hechos. Su régimen utiliza una violencia ilimitada para aplastar a quienes intentan, con frecuencia al precio de su vida, ganar alguna cota de libertad y dignidad. El dictador, sostenido por un núcleo duro militar y familiar de la secta alauí gobernante, tiene poco que temer del exterior, descartada una intervención militar occidental en una región en ebullición. Asad se siente también a cubierto del Consejo de Seguridad, donde Rusia -un aliado histórico de la dinastía familiar- y China vienen guardándole las espaldas con su poder de veto. La Liga Árabe, que se reúne esta semana para tratar el desplante de Damasco, es poco más que una organización ceremonial.
La sangre de inocentes derramada y el odio acumulados desde marzo hacen cada vez más difícil una salida política en Siria. Es necesario que EE UU y Europa endurezcan sus sanciones contra Damasco, más allá de no importar su petróleo. Y que Turquía, la decisiva potencia vecina, concrete las suyas. Una sostenida y multiplicada presión internacional resulta imprescindible para frenar la deriva hacia la guerra civil propiciada por la ciega brutalidad de un régimen acosado.
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