Fin de misión
El secretario general de la Alianza Atlántica, Anders Fogh Rasmussen, declaró finalizada la misión en Libia. Pese a los titubeos iniciales y los altibajos durante el desarrollo de las operaciones, la Alianza ha cumplido los objetivos que le encomendó el Consejo de Seguridad. Libia tiene hoy la oportunidad de conocer un régimen político distinto de la implacable tiranía que padeció durante más de cuatro décadas. Que lo sea o no depende en exclusiva de la voluntad de sus ciudadanos y sus nuevos dirigentes.
La Alianza intervino en Libia en cumplimiento de la obligación de proteger a los ciudadanos desarmados, estableciendo una zona de exclusión aérea y el embargo de armas contra los leales a Gadafi. No había muchas alternativas, puesto que el tirano depuesto y más tarde asesinado recurrió a la maquinaria de guerra para combatir manifestaciones pacíficas que pedían el final de su régimen, y amenazó con arrasar las ciudades en las que la revuelta ciudadana cosechó una más rápida victoria.
Sin la intervención de la Alianza, no solo Gadafi, sino también otros tiranos de la región, como Bachar el Asad, habrían interpretado que la comunidad internacional convalidaba el recurso a la fuerza para acallar las protestas pacíficas. El rechazo era manifiesto, aunque tardara en encontrarse la fórmula para hacerlo efectivo. Tras el derrocamiento de Gadafi, es hora de que la comunidad internacional no siga transigiendo con los acontecimientos de Siria, Yemen o Bahréin.
Las dudas acerca de los planes del Consejo Nacional de Transición libio, sobre todo tras el linchamiento y asesinato de Gadafi, no ponen en cuestión la intervención de la Alianza. Si la comunidad internacional tiene derecho a esperar la democratización de Libia es porque estuvo donde tenía que estar durante la guerra que un régimen sanguinario declaró a su propio pueblo.
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