Viaje al cerebro de la máquina
Viajar por los aeropuertos del mundo con gente famosa es un placer. O al menos esto es lo que deduzco de la única experiencia de esta naturaleza que he tenido, cuando acompañé a Rafael Nadal y su equipo en un vuelo de Doha (Catar) a Melbourne (Australia), en enero de este año. En Doha, el resto de los pasajeros tenían que subirse a un autobús para llegar al avión; a nosotros nos pusieron una limusina. Pero lo mejor fue lo del control de pasaportes en Melbourne. Sé, por experiencia previa, que los australianos son tan complicados como los estadounidenses a la hora de permitir la entrada de no residentes a su país. Nosotros pasamos rápidamente sin hacer cola alguna a un puesto donde nos esperaban seis agentes de migración, tres hombres y tres mujeres. Decir que babeaban sería una leve exageración, pero tenían los ojos como platos y emanaban la excitación palpitante de niños chicos haciendo cola para sentarse en las faldas de Papá Noel. Resultó que de los cinco en nuestro grupo, uno no había rellenado y enviado por Internet el formulario que es el requisito burocrático no negociable, en condiciones normales, para poder entrar como extranjero en Australia. El que había fallado era Rafa. Presentí que habría un drama. No me podía haber equivocado más. "Oh, no problem. Absolutely no problem, Mr. Nadal!", chorreaban los agentes uniformados, sonriendo de oreja a oreja, encantados de tener la oportunidad de tomarse la pequeña molestia que les permitiría tener al gran tenista cautivo, poder inhalar su aura, un par de minutos más.
Boris Becker: "Gente a la que no necesariamente le gusta el tenis ama a Nadal"
Nadal intenta sumergir sus debilidades e inseguridades en una especie de autohipnosis
"Sé que cuando mi carrera acabe no seré feliz. Quiero aprovecharla al máximo"
"El deporte profesional no es bueno para la salud. Casi siempre siento dolor"
"Cuando juego, levanto una muralla a mi alrededor con el cemento de la familia"
Ya sabía, antes de emprender el proyecto de un libro con Rafael Nadal, que su rostro era reconocido en todos los rincones del mundo, pero no llegué a apreciar la dimensión de la fascinación que ejerce, la enormidad de su legión de fans, hasta que viajé con él y empecé a dedicarme a tiempo completo a observar el fenómeno planetario en el que se ha convertido el chico nacido hace 25 años en Mallorca, en la pequeña ciudad de Manacor. En Catar, señores y niños vestidos con túnicas blancas impecablemente planchadas (aunque no las mujeres, vestidas de negro) hacían cola para pedirle autógrafos o hacerse fotos con él; en Australia, chillidos cada vez que emergía de su cueva, su refugio en todos los lugares a los que viaja, la habitación de hotel donde se ve obligado a pasar la mayor parte de sus ratos libres durante los torneos, transformándole a él mismo en un cautivo, prisionero de su fama, del agobio que representa salir a la calle a la luz del día.
En Nueva York durante el US Open y en Londres durante Wimbledon, fotos de cuatro pisos de altura de su cara y su musculoso cuerpo se imponen sobre las calles principales, anunciando zapatillas deportivas o calzoncillos o automóviles coreanos. Lo sorprendente es que el sex appeal de Nadal llega más allá de las grandes metrópolis o de los países ricos. El tenis, ya se sabe, no tiene el alcance del fútbol. Es un deporte de las clases medias. O eso había entendido hasta que me presenté una vez (antes de que surgiera la idea del libro) en un pueblo terriblemente pobre al norte de Sudáfrica, en la frontera con Zimbabue, donde había unos campos de fútbol donados por almas caritativas hechos de tierra roja batida. Los niños de la zona los habían bautizado como "los campos Rafa Nadal".
Está claro que el atractivo de Nadal rebasa su propio deporte, por más torneos Grand Slam que haya ganado (10) y por más que haya estado en la cima del tenis, ocupando el puesto número uno o el dos en el ranking mundial, desde que cumplió los 19 años. A esto se refería Boris Becker, el gran campeón alemán de los años ochenta y noventa, ganador de seis Grand Slams, cuando le preguntaron el mes pasado qué jugador actual le hubiera gustado haber sido. Respondió que una mezcla de los tres grandes: Roger Federer, Novak Djokovic y Rafael Nadal. Presionado para que eligiera uno, confesó que tendría que ser Nadal. ¿Por qué? "Porque Nadal es el más carismático. Gente a la que no necesariamente le gusta el tenis ama a Nadal".
Es verdad. Lo he comprobado con muchas personas con las que he charlado en diferentes lugares del mundo. Yo mismo dejé de seguir el tenis con mucho interés durante un largo rato tras una época, entre los 13 y los 23 años, cuando practicaba el deporte casi todos los días y me tocó durante tres campeonatos de Wimbledon seguidos trabajar como recogebasuras en el venerable recinto, lo cual me daba acceso (curioso gesto democrático en un lugar que respira aristocracia) a ver casi todos los partidos que quería en la Centre Court y en la pista número uno. Esa era la época de John McEnroe y Bjorn Borg. Los que los siguieron, Stefan Edberg, Pete Sampras, Ivan Lendl, incluso André Agassi, no me ilusionaban. Tampoco, del todo, Roger Federer, por más que no dude en reconocer que nunca he visto un tenista que practique el deporte con más belleza, elegancia y naturalidad. A mí lo que me despertó de mi sueño, incluso de mi aburrimiento, lo que me hizo volver a enamorarme del tenis fue la irrupción en escena de Rafa Nadal, y muy particularmente la final de Wimbledon 2008 en la que acabó con la larga hegemonía de Federer. Ese partido me encandiló. No solo, con diferencia, fue el mejor partido de tenis que había visto en mi vida (McEnroe, con un pelín más de autoridad que yo, dice lo mismo), sino el mejor partido que he visto en cualquier deporte nunca. Aquel día, Nadal me encandiló. A mí y a millones más. Hay un antes y un después en la trayectoria de Nadal como tenista y como personaje global, y fue esa final de Wimbledon.
¿Qué fue lo que nos impactó tanto? ¿Qué vimos en él? ¿Con qué nos identificamos? Algo debe de tener que ver con el contraste entre su identidad guerrera en la pista y su dulce e infalible cortesía fuera de ella; su autosuficiencia casi autista cuando está compitiendo y su apego a la familia, su cálida conexión con -y dependencia de- sus padres y su hermana y sus tíos. Pero debo confesar que yo solo no di con la pista clave; me la dio un compañero periodista. Leí un breve artículo suyo en el diario As el año pasado que me abrió los ojos a la gran verdad del fenómeno que es Nadal. El periodista es Juanma Trueba, un brillante y perspicaz escritor, y aquí me permito reproducir algunas de sus palabras:
"Me gustaría compartir un sentimiento que me asalta cada vez que asisto a un gran partido de Nadal. Llegado el momento y al rato de iniciarse el juego, casi siempre pienso que el otro es mejor, que sus golpes son más largos y mortíferos, que su revés hace más daño y que su servicio no digamos... En cada caso percibo que Nadal tiene, además de un partido por jugar, un problema por resolver. Como si antes de derrotar al adversario tuviera que vencer su propia debilidad (el saque, la volea, los dolores crónicos...). El resultado es que cada partido de Nadal incluye, a mi modo de ver, un ejercicio de superación. Sus encuentros no están planteados desde la superioridad técnica (como hace Federer), sino desde el asalto salvaje, desde la inferioridad rebelde. De ahí que la épica sea consustancial a sus victorias, porque en esta historia David siempre mata a Goliat. Al margen de la victoria, el placer es observar cómo Nadal tuerce, en cada torneo, el destino que parecía contrario. Hay una lección moral en eso, un mensaje que cala rápido y que le distingue de otros tenistas, de otras personas. No dar una bola por perdida es un buen consejo para transitar por la vida. Sospecho que por eso nos gusta tanto Nadal. Porque en cada partido nos recuerda el camino".
¡Qué bueno que es Trueba! Da en el clavo. Y sospecho que, como en mi caso, fue aquella final de 2008 contra Federer en Wimbledon la que le iluminó. Fuera del Antiguo Testamento, esa metafórica rivalidad entre David y Goliat pocas veces se habrá visto en dimensión más épica, al menos en el terreno deportivo, que en ese partido, la columna vertebral narrativa del libro que he hecho con Rafael Nadal. Lo vimos todo juntos en vídeo y él me contó, casi punto por punto, lo que pasaba por su cabeza en cada momento, tanto a nivel emocional como a nivel analítico y racional. Fue fascinante poder casi vivirlo como lo vivió él. También lo fue oírle relatar cómo se preparó para aquel partido; su "ritual", como él lo llama; su preparación mental, su extraordinario poder de concentración, la especie de autohipnosis en la que intenta sumergir sus debilidades e inseguridades humanas con el propósito, que él mismo reconoce como imposible, de convertirse en una máquina de tenis, en un robot gladiador.
El libro arranca con Nadal relatando en primera persona sus sensaciones -lo que ve, lo que oye, lo que siente, lo que piensa- en los momentos de máxima tensión antes del inicio de la final de Wimbledon de 2008 contra Roger Federer.
EL SILENCIO DE LA CENTRE COURT
Lo que llama la atención cuando juegas en la pista central de Wimbledon es el silencio. Botas la pelota contra el césped y no se oye ningún sonido; la lanzas al aire para sacar; la golpeas y escuchas el eco del golpe. Y después de eso, el eco de cada golpe posterior, los tuyos y los del contrario. Clac... clac, clac clac. La hierba bien cortada, la historia del lugar, la solera del estadio, el uniforme blanco de los jugadores, la multitud respetuosamente callada, la venerable tradición -no hay a la vista ni una sola valla publicitaria-, todo se combina para encerrarte y aislarte del mundo exterior. Esta sensación me viene bien; ese silencio de catedral que reina en la Centre Court le conviene a mi juego. Porque en un partido de tenis, la batalla más encarnizada que libro es con las voces que resuenan dentro de mi cabeza: quieres silenciarlo todo dentro de la mente, eliminarlo todo menos la competición, quieres concentrar cada átomo de tu ser en el punto que estás jugando. Si he cometido un error en el punto anterior, lo olvido; si se insinúa en el fondo de mi cabeza la idea de la victoria, la reprimo.
El silencio de la Centre Court se rompe cuando termina la lucha por el punto. Si ha sido un buen punto -los espectadores de Wimbledon conocen la diferencia-, estalla el clamor: aplausos, vítores, gente que grita tu nombre. Lo oigo, pero como si viniera de un lugar lejano. No soy consciente de que hay quince mil personas a la expectativa en el recinto, siguiendo con la mirada cada movimiento mío y de mi rival. Estoy tan concentrado que no me entero para nada -no como ahora, cuando recuerdo la final de 2008 contra Roger Federer, el partido más grande de mi vida- de que hay millones de personas de todo el mundo mirándome.
Siempre había soñado con jugar en Wimbledon. Mi tío Toni, que ha sido mi entrenador de toda la vida, me decía ya desde el principio que era la competición más importante de todas. Cuando tenía 14 años, mis amigos y yo compartíamos la fantasía de que un día jugaría aquí y ganaría. Sin embargo, hasta este momento había jugado y perdido en dos ocasiones, las dos ante Federer, en la final de 2006 y en la de 2007. La derrota de 2006 no fue tan dura. Aquella vez salí a la pista con una sensación de gratitud y cierta sorpresa por haber llegado tan lejos, ya que acababa de cumplir 20 años. Federer me venció con mucha facilidad, más que si me hubiera enfrentado a él con mayor fe. Pero la derrota de 2007, en cinco sets, me dejó totalmente hundido. Sabía que había podido hacerlo mejor, que lo que había fallado no había sido mi habilidad ni la calidad de mi juego, sino mi cabeza. Y lloré tras la derrota. Lloré sin cesar durante media hora en el vestuario. Lágrimas de decepción y autorreproche. Perder siempre duele, pero duele mucho más cuando sabes que tenías posibilidades y las has desaprovechado. Federer me había vencido, pero también yo, en no menor medida, me había derrotado a mí mismo; me había defraudado y no lo soportaba. Había flaqueado mentalmente, me había permitido distraerme; me había apartado de mi plan de juego. Qué estúpido, qué innecesario. Era más que evidente que había hecho precisamente lo que no hay que hacer en un partido importante.
Mi tío Toni, el preparador de tenis más inflexible que existe, es por lo general la última persona del mundo en ofrecerme consuelo; me critica incluso cuando gano. Pero aquella vez me vio tan hundido, tan por los suelos, que olvidó su antigua costumbre y me dijo que no había motivos para llorar, que habría más Wimbledons y más finales de Wimbledon. Le contesté que él no lo entendía, que probablemente no volvería a aquel recinto, que se me había escapado la última oportunidad de ganar. Soy muy consciente de lo breve que es la vida de un deportista profesional y no aguanto la idea de desperdiciar una ocasión que a lo mejor no vuelve a presentarse nunca más. Sé que cuando mi carrera acabe no seré un hombre feliz y quiero aprovecharla al máximo mientras dure. Cada momento cuenta, por eso me entreno siempre con tanto rigor, pero hay momentos que cuentan más que otros y en 2007 había dejado pasar uno de los más importantes. Había dejado escapar una oportunidad que tal vez no volviese a tener en la vida; habrían bastado dos o tres puntos aquí o allí, un poco más de concentración. Porque en el tenis la victoria depende del más estrecho margen. Yo había perdido el quinto y último set por 6-2 frente a Federer, pero si hubiera tenido un poco más de lucidez cuando íbamos 4-2 o incluso 5-2; si hubiera aprovechado las cuatro ocasiones de romperle el servicio que se me habían presentado al principio del set (en vez de quedarme paralizado, como me ocurrió), o si hubiera jugado como si estuviéramos en el primer set y no en el último, habría podido ganar.
Nada podía hacer Toni para aliviar mi angustia, aunque al final resultó que tenía razón. Llegó otra oportunidad y un año después volvía a pisar la hierba de la misma pista. Había aprendido la lección de la derrota de hacía doce meses y tenía claro que no me iba a fallar la concentración; me podría fallar cualquier otra cosa, pero la cabeza no. La mejor señal de que la tenía en su sitio era la convicción de que, por muy nervioso que me pusiera, al final ganaría (...).
A la una en punto, una hora antes de la señalada para el comienzo del partido, volvimos al vestuario. Algo curioso que tiene el tenis es que incluso cuando se celebra un torneo importante se comparte el vestuario con el rival. Cuando volví del comedor, Federer ya estaba allí, sentado en el banco de madera que siempre ocupa. Estamos acostumbrados a esta particularidad y no hubo incomodidad por ninguna parte, al menos no en mi caso. Un rato después estaríamos haciendo todo lo posible por machacarnos en el encuentro más importante del año, pero éramos amigos además de rivales. Otros rivales deportivos pueden odiarse a muerte fuera de la pista; nosotros no. Nos caemos bien. Cuando empiece el partido, o cuando falte muy poco para el inicio, dejaremos a un lado la amistad. No es nada personal. Yo lo hago con todos los que me rodean, incluso con mi familia. Cuando un partido está en juego, soy otra persona. Me esfuerzo por convertirme en una máquina del tenis, aunque en última instancia es un empeño imposible. No soy un robot; la perfección en el tenis es imposible, y el desafío consiste en escalar la cumbre de las propias posibilidades. Durante un partido estamos en lucha permanente por mantener a raya las debilidades de la vida cotidiana, por contener las emociones humanas. Cuanto más contenidas estén, más posibilidades de ganar habrá, a condición de que se haya entrenado con el máximo rigor y el talento de nuestro rival no sea muy superior al propio. Existía cierta diferencia entre el talento de Federer y el mío, pero no era imposiblemente amplia. Era lo suficientemente estrecha y, aunque él jugara mejor sobre hierba, su superficie predilecta, si yo sabía acallar las dudas y temores que tenía dentro de mi cabeza, así como mis expectativas exageradas, y lo hacía mejor que él, entonces podía ganarle. Hay que encerrarse tras una armadura protectora, convertirse en un guerrero sin emociones. Es una especie de autosugestión, un juego al que juega uno solo, con seriedad absoluta, para disimular las propias debilidades ante uno mismo y ante el rival.
Bromear o charlar de fútbol con Federer en el vestuario, como habríamos hecho antes de un partido de exhibición, habría sido una jugada que el otro habría detectado enseguida e interpretado como un signo de temor. Lejos de ello, tuvimos el detalle de ser sinceros. Nos dimos la mano, nos saludamos con la cabeza, nos sonreímos ligeramente y nos dirigimos a las respectivas taquillas, separadas quizá unos diez pasos, y desde ese momento nos comportamos como si el otro no estuviera allí. No es que necesitara fingirlo: yo estaba en aquel vestuario y no estaba. Me había retirado a un lugar profundo de mi ser, y mis movimientos eran cada vez más programados, más automáticos.
Cuarenta y cinco minutos antes de la hora oficial del comienzo me di una ducha de agua fría. De agua helada. Lo hago antes de cada encuentro. Es el punto anterior al punto de inflexión; el primer paso de la última fase de lo que yo llamo el ritual anterior al juego. Bajo el agua fría entro en un espacio distinto en el que siento crecer mi fuerza y mi resistencia. Cuando salgo soy otro. Me siento activado. Estoy "en estado de flujo", o "de fluir", como los psicólogos deportivos llaman al estado de concentración y alerta en el que el cuerpo se mueve por puro instinto, como un pez en un río. En ese estado no existe nada más que la batalla que nos espera.
Y menos mal, porque lo siguiente que me tocaba hacer era algo que en circunstancias normales no aceptaría con calma. Bajé al botiquín para que mi médico de siempre, Ángel Ruiz Cotorro, me pusiera una inyección calmante en la planta del pie izquierdo. Desde la tercera ronda me había salido una ampolla y una hinchazón alrededor de un hueso del metatarso. Tenían que dormirme esa zona, de lo contrario no podría jugar, pues el dolor hubiera sido excesivo.
Luego volví al vestuario y reanudé mi ritual. Me puse los cascos para escuchar música. Eso es algo que me agudiza la sensación de "fluir", me aísla aún más de mi entorno. Titín me vendó el pie izquierdo. Mientras lo hacía, puse los grips, las cintas adhesivas, a las empuñaduras de las raquetas, a las seis con que salgo a la pista. Siempre lo hago. Vienen con una cinta previa de color negro; yo pongo una cinta blanca encima de la negra, le doy vueltas y más vueltas en sentido diagonal. No necesito pensar en lo que hago, simplemente lo hago. Como si estuviera en trance.
Luego me tiendo en la camilla de masaje y Titín me pone un par de vendas en las piernas, por debajo de las rodillas. Ahí también me duele y las vendas impiden las irritaciones y calman el dolor si aparece.
Hacer deporte es saludable para las personas normales, pero el deporte a nivel profesional no es bueno para la salud. Hace que tu cuerpo alcance límites para los que los seres humanos no están, de forma natural, preparados. Ese es el motivo por el que casi todos los grandes deportistas profesionales sufren lesiones que en ocasiones acaban con su carrera. En mi trayectoria hubo un momento en que me pregunté seriamente si iba a ser capaz de seguir compitiendo al máximo nivel. La mayor parte del tiempo siento dolor cuando juego, pero creo que eso les ocurre a todos los que se dedican a los deportes de élite. A todos menos a Federer. Yo he tenido que esforzarme para acostumbrarme al dolor, para soportar la tensión muscular de carácter repetitivo que impone el tenis, pero él parece haber nacido para jugar al tenis. Su anatomía y su fisiología -su ADN- parecen estar totalmente adaptadas al deporte, lo vuelven inmune a las lesiones que los demás mortales estamos condenados a padecer. Me han contado que no entrena con la misma dureza que yo. No sé si será cierto, pero no me extrañaría. También en otros deportes se dan otros benditos fenómenos de la naturaleza. Al resto de los mortales nos toca aprender a vivir con dolor y a estar alejados del deporte durante largas temporadas, porque un pie, un hombro o una pierna han lanzado un grito de alarma al cerebro, exigiéndole que pare. Por eso es necesario que me venden tanto antes de un partido, y por eso es también una parte tan importante de mis preparativos.
Cuando Titín acaba con mis rodillas, me levanto, me visto, me acerco al lavabo y me mojo el pelo con agua. Luego me pongo el pañuelo en la frente. Es otro movimiento que no requiere ninguna clase de reflexión, pero que realizo despacio y con cuidado, hasta que me lo ato detrás de la cabeza con fuerza, lentamente. Hay una finalidad práctica en esto: impedir que el pelo me caiga sobre los ojos. Pero además es otro momento del ritual, otro momento de inflexión decisivo, como la ducha fría, para que se agudice mi conciencia de que pronto me lanzaré a la batalla.
Ya casi era la hora de salir a la pista. La adrenalina que había estado segregando todo el día inundaba mi sistema nervioso. Respiraba con fuerza, para liberar energía, aunque aún tenía que permanecer inmóvil otro rato mientras Titín me vendaba los dedos de la mano izquierda, la mano con la que juego; sus movimientos eran tan mecánicos y silenciosos como los míos cuando refuerzo la empuñadura de las raquetas. No hay nada estético en esto. Sin las vendas, la piel de los dedos se me cortaría y desgarraría durante el juego.
Me puse de pie y realicé una serie de ejercicios violentos para activar mi explosividad, como dice Titín. Toni estaba mirándome, sin hablar apenas. No sé si también Federer me miraba. Solo sé que antes de un partido no está tan atareado como yo en el vestuario. Yo saltaba, corría sprints de un extremo a otro del reducido espacio, de no más de seis metros. Me detenía en seco, giraba la cabeza y las muñecas, hacía torsiones con los hombros, me agachaba, flexionaba las rodillas. Luego más saltos, más minisprints, como si estuviera solo, en el gimnasio de mi casa. Siempre con los cascos puestos, con la música bombardeándome la cabeza. Me fui a hacer pis (poco antes de un partido hago pis muchas veces, son reacciones nerviosas, a veces cinco o seis en esa hora final). Cuando volví, me puse a girar los brazos en sentido vertical, para adelante y para atrás, con fuerza.
Toni me hizo una señal y me quité los cascos. Dijo que se había producido un retraso por culpa de la lluvia, pero que pensaban que no serían más de quince minutos. No me inmuté. Estaba preparado para aquello. La lluvia afectaría a Federer igual que a mí. No rompería el equilibrio. Me senté y comprobé las raquetas, su peso, su estabilidad; me subí los calcetines, procurando que los dos estuvieran a la misma altura de la pierna. Toni se acercó a mí.
"No pierdas de vista el plan de juego", me recordó. "Haz lo que tienes que hacer".
Yo escuchaba y no escuchaba. En esos momentos sé lo que tengo que hacer. Mi concentración es buena. Mi aguante también. Aguantar: he ahí la clave. Aguantar físicamente, no rendirme en ningún momento, afrontar todo lo que me salga al paso, no permitir que lo bueno ni lo malo -ni los golpes maestros ni los golpes flojos, ni la buena ni la mala suerte- me desvíen de mi camino. Tengo que estar centrado, sin distracciones, hacer lo que tengo que hacer en cada momento. Si tengo que golpear la pelota 20 veces al revés de Federer, lo haré 20 veces, no 19. Si para encontrar la ocasión propicia tengo que prolongar el peloteo a 10 golpes, a 12 o a 15, lo prolongaré. Hay momentos en que aparece la ocasión de conectar una derecha ganadora, pero tienes el 70% de probabilidades de que salga bien; esperas otros cinco golpes y entonces las probabilidades aumentan al 85%. Hay que estar alerta, ser paciente, no precipitarse.
Si subo a la red, es para lanzársela a su revés, no a su derecha, que es su golpe más fuerte. Pierdes la concentración, por ejemplo, cuando vas a la red para enviársela a su derecha o cuando en un servicio olvidas que tienes que sacar buscando el revés del rival -siempre para forzar su revés-, o cuando vas en busca del golpe ganador cuando no toca. Estar concentrado significa hacer en todo momento lo que sabes que tienes que hacer, no cambiar nunca tu plan, a menos que las circunstancias del peloteo o del juego cambien de un modo tan excepcional que justifiquen la aparición de una sorpresa. Pero en términos generales significa disciplina, significa contenerte cuando surge la tentación de jugártela. Luchar contra esa tentación significa tener la impaciencia o la frustración bajo control.
Aun en el caso de que parezca que hay una oportunidad para presionar y hacerte con la iniciativa, hay que darle a la bola buscando el revés del contrario, porque a la larga, en el curso de todo el juego, es lo más prudente y lo que da mejores resultados. Ese es el plan. No es complicado. Ni siquiera puede llamarse táctica porque es muy sencillo. Yo he de jugar el golpe que me resulte más fácil y el que más le cueste al otro, o sea, mi golpe de derecha con la zurda contra su revés. Es cuestión de ceñirse a eso. Hay que presionar a Federer sin pausa para que devuelva de revés, obligarlo a que juegue bolas altas, lanzarle la bola a la altura del cuello, someterlo a constante presión, agotarlo. Abrir grietas en su juego y en su moral. Contrariarlo, empujarlo a la desesperación, si puedes. Y cuando le pega bien a la bola, lo que es muy probable que suceda, puesto que no puedes estar poniéndolo en problemas todo el tiempo, neutraliza cualquier intento suyo de golpe ganador, devuélvele la bola en profundidad, hazle sentir que tiene que ganar el punto dos, tres, cuatro veces para conseguir el 15-0.
En esto es en lo único que pensaba, en el caso de que pensara en algo mientras estaba allí sentado, jugando nerviosamente con las raquetas, estirándome los calcetines, ajustándome las vendas de los dedos, con la cabeza llena de música, en espera de que escampara. Hasta que vino un señor vestido con blazer y nos dijo que ya era la hora. Me puse en pie de un salto, sacudí los hombros, giré la cabeza a un lado y a otro, e hice otro par de carrerillas por el vestuario.
Se suponía que ahora tenía que entregar mi bolsa a un asistente de pista para que me la llevara a la silla. Forma parte del protocolo de Wimbledon el día de la final. No se hace en ningún otro sitio y no me gusta, rompe con mi rutina. Le tendí la bolsa, pero me quedé una raqueta. Salí del vestuario el primero, apretando la raqueta con fuerza, pasé por pasillos decorados con fotos de los campeones de torneos anteriores y con trofeos expuestos en vitrinas, bajé unos peldaños, doblé a la izquierda y salí al aire fresco del julio inglés y al verde mágico de la Centre Court.
Me senté, me quité la chaqueta del chándal y tomé un sorbo de agua de una botella. Luego, otro de otra botella.
Repito siempre estos movimientos antes de que dé comienzo el partido y en cada descanso entre juego y juego, hasta que el encuentro finaliza. Un sorbo de una botella, otro sorbo de otra. Luego dejo las dos botellas a mis pies, delante de la silla, a mi izquierda, una detrás de la otra, en sentido oblicuo al lateral de la pista. Algunos lo llamarían superstición, pero no lo es. Si fuera superstición, ¿cómo se explica que haga siempre exactamente lo mismo, gane o pierda? Es una forma de situarme yo en el partido, de poner orden en mi entorno para que se corresponda con el orden que busco en mi cabeza.
Federer y el juez de silla estaban al pie de la silla del juez, esperando para el lanzamiento de la moneda. Me levanté de un salto, me acerqué a la red y me quedé en el lado opuesto al de Federer. Me puse a saltar. Federer estaba quieto, siempre relajado, mucho más que yo, al menos en apariencia.
La última parte del ritual, tan importante como los preparativos anteriores, consistía en recorrer con la vista las gradas del estadio y buscar a los miembros de mi familia entre el gentío que atestaba la pista central, para situarlos en las coordenadas que yo había trazado en mi cabeza. En la otra punta del graderío, a mi izquierda, estaban mi padre, mi madre y mi tío Toni; detrás de mi hombro derecho, en diagonal con los primeros, se encontraban mi hermana, tres abuelos, mi padrino y mi madrina, que son también tíos míos, y otro tío. No dejo que interfieran en mis pensamientos durante un partido -ni siquiera me permito sonreír durante el juego-, pero saber que están allí, como siempre, me proporciona la paz en que se apoya mi éxito como jugador. Cuando juego, levanto una muralla a mi alrededor, pero mi familia es el cemento que consolida la muralla.
También busco entre el gentío a los miembros de mi equipo, a los profesionales que empleo, grandes amigos todos. Al lado de mis padres y de Toni estaba Carlos Costa, mi agente; Benito Pérez-Barbadillo, mi jefe de prensa; Jordi Robert, a quien llamo Tuts, que es quien gestiona mis contratos con Nike; y Titín, que es como un hermano para mí y quien más me conoce. También veía, mentalmente al menos, a mi abuelo paterno y a mi novia, María Francisca -a quien llamo Mary aunque su nombre lo pronuncio "Meri"-, que me estarían viendo por la televisión allá en Manacor, y a otros dos miembros del equipo que tampoco estaban presentes, pero que no por eso eran menos responsables de mis triunfos: Francis Roig, mi segundo entrenador, un conocedor del tenis tan astuto como Toni pero más relajado, y mi brillante preparador físico, Joan Forcades, que, al igual que Titín, trabaja mi mente tanto como mi cuerpo.
La familia inmediata, la familia extensa y el equipo profesional (que también es mi familia) forman tres círculos concéntricos alrededor de mí. No solo me arropan y protegen del peligroso bullicio que distrae y que siempre viene con el dinero y la fama; entre todos crean el entorno de afecto y confianza que necesito para que florezca mi talento. Cada uno complementa a los demás y todos desempeñan un papel fundamental a la hora de fortalecer mis puntos débiles y de hacer que supere mis puntos fuertes. Imaginar que hubiera podido tener tanta suerte y tanto éxito sin ellos me resulta imposible.
Se lanzó la moneda y ganó Federer. Eligió sacar. No me importó. Me gusta que mi rival saque al comienzo del partido. Si estoy bien de cabeza, si a él le asaltan los nervios, sé que tengo una buena oportunidad de romperle el servicio. Me crezco con la presión. No me hundo; me vuelvo más fuerte. Cuanto más cerca estoy del precipicio, más exaltado me siento. Naturalmente, me pongo nervioso y, por supuesto, la adrenalina fluye y la sangre me corre a tanta velocidad que la siento desde las sienes hasta los dedos de los pies. Es un estado extremo de alerta física, aunque controlable. Y lo controlé. La adrenalina derrotó a los nervios. Mis piernas no cedieron. Las sentía fuertes, dispuestas a correr todo el día. Echaba humo. Estaba encerrado en mi solitario mundo, pero jamás me había sentido más vivo.
Ocupamos nuestros puestos en la línea de fondo de la pista y empezamos a calentar. Nuevamente el retumbante silencio: clac... clac, clac... clac. En algún rincón de mi mente noté, no por primera vez, la fluidez y agilidad de los movimientos de Roger, su naturalidad. Yo soy más bien un luchador. Soy más defensivo, más recuperador, siempre voy a tope. Sé que esa es mi imagen. Me he visto de sobra en los vídeos. Y es un reflejo fiel de cómo he jugado la mayor parte de mi carrera, sobre todo cuando me he enfrentado con Federer. Pero seguía teniendo buenas sensaciones. Mis preparativos habían funcionado. Las emociones que suelen atacarme y que me habrían dominado si no hubiera llevado a cabo el ritual, si no me hubiera mentalizado ya por sistema para tener a raya el miedo que generalmente produce la Centre Court, estaban bajo control, aunque no habían desaparecido por completo. La muralla que había levantado a mi alrededor conservaba su solidez y su altura. Había conseguido el equilibrio justo entre la tensión y el dominio, entre el nerviosismo y la convicción de que podía ganar. Golpeaba las bolas con fuerza y puntería: los rebotes, las voleas, los remates y los saques con que cerramos la sesión de peloteo previo a que comenzase la verdadera batalla. Volví a mi silla, me sequé los brazos, la cara, di un par de sorbos más a las dos botellas de agua. Me vino al recuerdo una imagen de la final del año anterior, de aquel mismo momento, antes de que comenzase el partido. Me dije una vez más que estaba preparado para afrontar cualquier problema que se presentara y para resolverlo. Porque ganar este partido era el sueño de mi vida, nunca había estado tan cerca de realizarlo y podía ocurrir que no volviera a tener esa oportunidad. Podía fallarme cualquier otra cosa, la rodilla o el pie, el revés o el saque, pero la cabeza no. Puede que sintiera miedo, que en algún momento me pudieran los nervios; pero, a la larga, la cabeza no iba a traicionarme esta vez.
'Rafa. Mi historia', por Rafael Nadal y John Carlin, publicado por Indicios (Ediciones Urano), sale a la venta el próximo 21 de octubre. La traducción es de Antonio Prometeo-Moya.
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