Un teatro (lírico) de la memoria
El azar permite, en ocasiones, estimulantes juegos de asociaciones. El pasado viernes se producía la coincidencia del estreno en España de la película que Wim Wenders ha dedicado a la memoria de Pina Bausch y la inauguración de la temporada del Real con una recreación lírica de la tragedia griega a través de Elektra, de Richard Strauss, visualizada para una mirada con ojos de hoy por el artista plástico Anselm Kiefer. Bausch, Kiefer y, en cierto modo, Wenders son iconos de la cultura alemana del último medio siglo. En cuanto a Strauss es una referencia como punto de enlace con el romanticismo tardío.
Más correspondencias: una instalación escultórica de traviesas de ferrocarril de Agustín Ibarrola en la montaña de escoria de carbón Halde Haniel, a las afueras de Gelsenkirchen, en la Ruhrgebiet, sirve de fondo para el desfile final de los bailarines de Pina Bausch con el leitmotiv musical de la película, en una síntesis de memoria industrial, búsqueda artística y naturaleza. Otro proceso de síntesis, entre expresión plástica y teatro como fuente conceptual de ideas, llevó al artista Anselm Kiefer a construir en 1993 en una colina de Barjac (lugar cercano a Avignon, donde se había establecido el artista, después de vivir muchos años en Alemania y antes de partir para Marruecos) una especie de taller o auditorio al aire libre, como una reivindicación del teatro como foco interior de inspiración.
ELEKTRA
De Richard Strauss, con libreto de Hugo von Hofmannsthal. Director musical: Semyon Bychkov. Dirección de escena: Klaus Michael Grüber, realizada por Ellen Hammer. Escenografía: Anselm Kiefer. Con Christine Goerke/Deborah Polaski, Manuela Uhl/Ricarda Merbeth y Jane Henschel/Rosalind Plowright. Sinfónica de Madrid. Producción del teatro San Carlo de Nápoles, 2003. Teatro Real, 30 de setiembre y 2 de octubre.
Semyon Bychkov dirigió con una gran energía, con teatralidad
Goerke derrocha frescura verbal, pero Polaski la supera en matices expresivos
Una versión reducida de ese teatro sirvió para la escenografía del montaje de Elektra que ahora presenta el Real, y que vio la luz por primera vez en el teatro San Carlo de Nápoles en 2003, obteniendo en Italia el premio Abbiati al mejor espectáculo del año. Kiefer acaba de clausurar hace una semana en Salzburgo una espectacular exposición pictórica sobre la transformación de la energía de la naturaleza, desde las altas cumbres al mar, con el agua como agente conductor, inspirada en textos del Antiguo Testamento, Hölderlin, Goethe, Heidegger y la mitología nórdica que inspiró a Wagner.
En la puesta en escena de Elektra, con esos contenedores industriales que evocan pasados recientes gracias a arquitecturas de materiales evocadores, lo que Kiefer busca, en primer lugar, es la creación de una atmósfera en la que el texto de la tragedia griega mantenga -y renueve- su actualidad. La sobriedad se impone para el teatro sobre la espectacularidad de sus creaciones plásticas, pero el fondo de la cuestión permanece: lo que importa es la condición humana en sus manifestaciones de dolor, venganza, ausencias y afectos soterrados. Donde la palabra no llega ahí está el baile. Como en el documental de Wenders sobre Pina Bausch. Sobre ese espacio poético de ruinas y puertas abiertas el fallecido Klaus Michael Grüber movió en su día a los intérpretes -en la sala estaba el viernes el pintor Eduardo Arroyo, colaborador incondicional de Grüber en el terreno operístico- y hoy lo hace Ellen Hammer. Los sentimientos afloran de forma salvaje. Es lo que se pretendía y a lo que hoy no se renuncia.
No es esta Elektra un espectáculo perfecto -ni falta que hace- pero impone una sensación de verdad y funciona en su totalidad, es decir, en la mezcla de texto, teatro, voces y orquesta. Eso es lo que explica el éxito delirante que despertó en el público el viernes y más aún ayer, con aclamaciones que hacía tiempo no se escuchaban en el Real, al menos en unas primeras funciones. Bychkov dirigió con una gran energía, con teatralidad. La Sinfónica de Madrid se dejó la piel, respondiendo con entrega, sin inútiles exquisiteces, en función de lo que se estaba contando en escena. Hubo tensión dramática, pasión, flexibilidad y lirismo.
Se alternan dos repartos, cambiando de uno a otro las tres principales voces femeninas. Christine Goerke derrocha una gran frescura vocal como Elektra, pero Deborah Polaski, más limitada en el registro agudo, la supera en sutileza interpretativa y en matices expresivos. La Elektra discográfica de Barenboim y el propio Bychkov tiene una veteranía teatral que no está al alcance de cualquiera. Su construcción del personaje es profunda. Polaski fue la gran triunfadora del segundo reparto. Hablando de grabaciones, Jane Henschel y Manuela Uhl son la Klytämnestra y Chrysothemis, respectivamente del DVD de 2010 de la Filarmónica de Munich dirigida por Thielemann en una puesta en escena de Wernicke. Casi nada. En Madrid demostraron sobradamente su categoría, pero no se quedaron atrás en el segundo reparto Rosalind Plowright, en un registro interpretativo menos perverso que Henschel, y Ricarda Merbeth, en la misma línea melódica que Uhl. El coreano Samuel Youn perfiló con nobleza el personaje de Orestes.
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