Toros en Cataluña: ¿y ahora qué?
Repuestos ya de la resaca embriagadora de las dos últimas tardes de toros en Barcelona, retirados los protagonistas a sus camerinos y con el escenario ya vacío y solo, surge la pregunta: ¿y ahora qué...? ¿Habrá que resignarse a que los toros ya forman parte del pasado en esta Comunidad, o queda la fundada esperanza de que sea revocado ese acuerdo parlamentario que decidió su abolición?
Cuentan las malas lenguas -y lo que dicen no ha sido desmentido- que el dueño de la Monumental tenía previsto cerrar las puertas de la plaza en la temporada de 2007 a causa del ruinoso negocio de los toros en la ciudad. Pero cambió de opinión cuando José Tomás le comunicó que reaparecía y que le gustaría hacerlo en esa plaza. Donde antes había pérdidas se aventuraban ganancias. Y no cerró.
Las corridas no volverán porque no interesan a los ciudadanos
Para entonces, estaban clausuradas todas las plazas catalanas, a excepción de la Monumental, con un aforo de casi 20.000 localidades y un número de abonados que no sobrepasaba los 400 por temporada. Por aquel entonces, hacía años que el negocio taurino había retirado sus huestes de Cataluña -la desbandada comenzó con la muerte del mítico empresario Pedro Balañá Espinós el 24 de febrero de 1965-, y había dejado el camino expedito para que el nacionalismo pusiera en marcha su estrategia de rechazo a lo que siempre consideró como una fiesta española. Es verdad, no obstante, que a pesar de la importancia capital que Barcelona tuvo en la tauromaquia durante gran parte del siglo XX, los toros calaron más como opción de divertimento general, cuando las posibilidades de ocio eran muy escasas, que como elemento vertebrador económico y cultural de la sociedad catalana. En la industrializada y urbana Cataluña no pastan ganaderías bravas -solo cuatro encastes para los correbous-; solo existe una escuela taurina -privada, por supuesto-, y han sido muy escasos los toreros nacidos allí.
Cuando el nacionalismo inicia su ofensiva, las tardes de gloria en la Monumental habían pasado a mejor vida, el turismo había degradado el espectáculo, aparecen el coche y la televisión y el progreso permite huir de las ciudades los fines de semana. Poco a poco, la sociedad catalana se separa de los toros por falta de arraigo y por el desmedido interés de los políticos en dificultar la presencia del espectáculo en la Comunidad.
En este ambiente propicio aparecen en el Parlamento catalán las 500.000 firmas que solicitaban la abolición de los toros. Y la mayoría vota a favor no porque esté con contra de los toros -de hecho, han blindado los correbous, y las corridas solo existían en Barcelona-, sino porque era una ocasión idónea para rechazar una seña de identidad española.
Así, se llega al pasado domingo. Y dice el sentido común que los toros jamás volverán a Cataluña. Y no volverán, sobre todo, porque no interesan a los ciudadanos.
Quedan dos luces al final del túnel: el recurso de inconstitucionalidad presentado por el Partido Popular, y la posibilidad de que este partido declare la fiesta como Bien de Interés Cultural si alcanzara el poder en las próximas elecciones. Y una tercera: el Gobierno considera que la tauromaquia es una disciplina artística y un producto cultural, y como tal ha pasado a depender del Ministerio de Cultura.
Y una pregunta: ¿se ha prohibido el espectáculo taurino o el derecho a asistir a este tipo de espectáculos? No es lo mismo, aunque pueda parecerlo.
El Tribunal Constitucional tardará como mínimo dos años en pronunciarse sobre el recurso, y Mariano Rajoy acaba de declarar que su partido no adoptará ninguna decisión hasta que se conozca el acuerdo del alto tribunal. Largo me lo fiáis...
Pero hay más: si en un plazo de dos o tres o cuatro años quedara sin efecto la decisión del Parlamento catalán basándose en que no se puede prohibir el patrimonio cultural de todos los españoles, quedaría restituida la libertad, pero no el espectáculo. Es decir, tanto el Tribunal Constitucional como el Parlamento nacional podrán dictaminar que los toros no están prohibidos en Cataluña, lo que no significa que los festejos vuelvan a esa Comunidad. Se podrá reconocer el derecho, pero no se podrá imponer la obligatoriedad de ejercerlo. Y menos en una Comunidad que ha tiempo ha dado la espalda a la fiesta de los toros. Y no se olvide que la regulación de los espectáculos sí que es una competencia exclusiva de la Generalitat, y ya se encargarán las Administraciones catalanas de complicarle la vida y la hacienda a aquel temerario taurino -que no lo habrá- que se atreva a montar una portátil en aquellas tierras.
¿Sería justo, además, pedirle al empresario de la Monumental que espere sentado dos, tres o cuatro años, cuando tiene un posible negocio entre las manos de cifras astronómicas?
Dudalegre se llamaba el sexto toro de la tarde del domingo en Barcelona. No hay duda, aunque sea triste: ese es el último bravo que ha pisado y pisará una plaza en Cataluña.
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