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Columna
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'Pins' "incívicos" en la ciudad

Francesc Valls

Era en 1971 cuando la representación de Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny planteó situaciones hilarantes en la Barcelona bienpensante y franquista. La ópera de Bertolt Bretch y Kurt Weill corría el riesgo de suscitar, 40 años después, el mismo escándalo que durante su estreno en 1930 en el Leipzig, testigo del ascenso del nazismo. Para que nadie se llamara a engaño, la atenta dirección del Liceo advirtió de la crudeza argumental y escenográfica a la denominada propiedad. En aquellos años el Liceo era coto vedado para el público con menor poder adquisitivo. Solo las plantas más próximas al cielo, especialmente la quinta, estaban abiertas al libre mercado realmente existente. El gran teatro, encabezado entonces por su empresario, Juan Antonio Pamias, advertía en el programa de mano del "atrevimiento", de la desfachatez, de personajes que vomitaban en un escenario, poblado por jugadores, prostitutas y borrachos. El libreto de la ópera explica la historia de tres fugitivos de la justicia que fundan una ciudad donde si no se tiene dinero no se es nadie. Traducido al momento actual -y sin la moraleja final del libreto- se trataría de una ciudad donde se especula, se lava dinero del narcotráfico y gobierna la corrupción.

Hay que tranquilizar el inconsciente colectivo con el símbolo de que el orden reina en la ciudad

Pero en aquellos años, mostrar el poder del dinero era algo que no agradaba a los patricios catalanes y, por extensión, a la dictadura. Ya en 1963 la autoridad gubernativa había prohibido "por respeto" la ópera de tres centavos, también de la pareja Bretch-Weill. El ministro Manuel Fraga Iribarne consideró inconveniente que, hallándose el general Franco en Barcelona, el Palau de la Música tuviera el mal gusto de representar una obra de complicidades entre policías, ladrones y burgueses.

Pero a propósito de Mahagonny y la Barcelona de 1971, Ferran Camps -amigo, antifranquista y diputado de CiU que falleció en 2002- explicaba que junto a otros notables pobladores de la quinta planta de Liceo, remitió una carta a la dirección preguntando si la pudorosa advertencia para espíritus sensibles significaba que la empresa asumía solidariamente los incestos, asesinatos y violaciones que pueblan los libretos de la gran ópera clásica. No hubo respuesta, pero, como era de esperar, en el estreno de la obra y ante el asombro de la compañía austriaca, la platea vociferó, mientras que el gallinero aplaudía a rabiar.

La advertencia argumental de la dirección del Liceo en 1971 guarda un gran paralelismo con el mensaje que CiU ha querido enviar a sus electores, a su corpus social natural, retirando de la venta los denominados pins incívicos en algunos museos municipales y abriendo expediente sancionador a sus responsables. Barcelona y la prostitución, Barcelona y los manteros, Barcelona y los lateros, Barcelona y las cargas de los Mossos d'Esquadra... Los pins no son la representación de la ciudad. Son creaciones más o menos artísticas que el Ayuntamiento ha considerado oportuno dejar de vender en sus establecimientos para no dar una imagen "incívica" y distorsionada de la ciudad. Podía haberlos retirado y punto. Pero la difusión mediática ha generado la necesidad de un castigo con discurso: había que abrir un expediente a la librería La Central, que es la que explota las tiendas en cuestión. CiU debía mostrar músculo e inflexibilidad para transmitir a su electorado que ha vuelto el orden tras una supuesta época de gran permisividad.

Barcelona no ha sido nunca del todo Mahagonny, ni siquiera bajo el tripartito municipal. ¿Quién no ha comprado en alguna ocasión cerveza a un latero? ¿O un DVD a un vendedor de top manta? ¿Una rosa a un paquistaní? Los iconos, los pins, no surgen de la nada. Existen, excepto en el caso de los robos, porque la ciudadanía los mantiene de forma activa y voluntaria.

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Pero, ante el electorado y la presión mediática, hay que tranquilizar el inconsciente colectivo con el símbolo de que el orden reina en la ciudad. Ahí está La Central retirando precipitadamente de sus establecimientos -no ya los adjudicados en concurso, sino sus propias sucursales- los famosos pins. Un corolario del nuevo orden, de "la permisividad se ha terminado", en palabras del consejero Felip Puig.

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