Repartir los costes
La revisión de la estructura impositiva es una de las consecuencias ineludibles del proceso de saneamiento de las finanzas públicas acometido en aquellas economías avanzadas más afectadas por la crisis económica. Desde luego debería serlo también en España. A los incrementos del IVA y, en general, en las figuras impositivas indirectas, las que de forma fundamental y con independencia de la renta de los sujetos pasivos gravan indiscriminadamente el consumo, debería acompañar una subida no menos explícita en la imposición directa, acentuando la progresividad y, muy particularmente, las dirigidas a las rentas y riquezas más elevadas.
En algunos países -EE UU, Francia, Alemania, Portugal- han sido algunas personas representativas de las mayores fortunas las que han tomado la iniciativa de asumir una contribución al respecto. Lejos de ejercicios de masoquismo, constituyen posiciones consecuentes con las crecientes tensiones sociales y el elevado riesgo de desafección que la distribución de los costes de esta crisis, y del correspondiente saneamiento financiero público, está originando. No quieren renunciar precisamente a ser ricos, sino que quieren serlo con las garantías de cohesión y estabilidad social necesarias que han caracterizado la evolución de las principales economías europeas en las últimas décadas. Entienden que, sin integración europea, con la moneda única amenazada, la viabilidad de muchas empresas es menor. Son también conscientes de que el desmantelamiento de la capacidad financiera de los Estados, consecuencia de la simultánea severidad de la crisis y de algunas propuestas de saneamiento fiscal, socava las propias posibilidades de acumulación privada a largo plazo: sin un ritmo suficiente de inversión pública la rentabilidad de las inversiones privadas se debilita. También para los más ricos, más vale avanzar cesiones en la distribución de la renta y de la riqueza, especialmente en aquellos países donde la regresividad ha sido la nota dominante en los últimos años, que enfrentarse a crisis fiscales de calado. Así lo están entendiendo Gobiernos de distinto signo político en la Unión Europea, con la excepción del volátil Silvio Berlusconi, que en apenas pocas semanas se ha desdicho de sus intenciones iniciales de recaudar más con cargo a los que más tienen, anunciadas cuando comunicó las reducciones de gasto público.
En España no han tenido lugar hasta el momento iniciativas similares a las de esos potentados de otros países. Eso no significa que el Gobierno tenga que esperar a ello. Ha sido en nuestro país donde, en la larga etapa de expansión económica que concluyó en 2007, la presión fiscal sobre las rentas más elevadas se ha atenuado en mayor medida, así como las que gravitan sobre el beneficio de las sociedades. Este Gobierno, además de reducir la progresividad fiscal, eliminó el impuesto sobre el patrimonio. También es la economía española una de las que soporta un gasto público relativo al PIB inferior al de las más avanzadas de Europa. El otro de los rasgos que nos diferencia y debería obligar a su rápida corrección es un fraude fiscal superior al promedio y una excesiva facilidad para que los que incurran en delitos de esa naturaleza apenas los purguen. Entre el ejemplo italiano y el alemán, también en este ámbito conviene alejarse de quien sigue manteniendo el mayor volumen de economía sumergida de Europa.
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