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Columna
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El sentido común

Hördur Torfason parece un tipo honesto. Se ha hecho célebre por haber liderado la rebelión islandesa que condujo a los políticos y banqueros precrisis de su país a los tribunales. Recordemos que Islandia era un país modélico antes de la crisis y que vuelve a serlo después. Un país modélico para la estafa y un país modélico para la recapitulación. Recordemos también que sólo tiene 310.000 habitantes, por lo que bien podrá ser un país modélico, pero difícilmente un país modelo, ni antes de su caída ni después. Es ésta una conclusión que parece de sentido común, cualidad que conviene recuperar frente a las invocaciones mucho más frecuentes hasta ahora al esoterismo y a la fantasía. Y Hördur Torfason parece un tipo con sentido común. Entre los detalles de su biografía que contaba en este periódico hay dos que creo destacables. Siendo un veinteañero le ofrecieron un buen puesto en una empresa, oferta que rechazó porque antes o después lo llevaría a engañarse a sí mismo y a los demás. Años más tarde, él y su pareja querían cambiarse de casa, y al ir a pedir información al banco se dio de bruces con la estafa: sin necesidad de abrir la boca, le ofrecieron unas cantidades de dinero que consideró indecentes.

El sentido común le dictó a Hördur Torfason la respuesta adecuada en ambos casos: rechazó el puesto de trabajo y rechazó el indecente dinero que le ofrecieron, y en ambos casos supo anticipar y evitar el desastre. Pero hay algo más que sentido común en la actitud de Torfason. Hay una clarísima conciencia moral que lo lleva a detectar el engaño y rechazarlo. A él no lo engañaron, pese a que habla en un plural inclusivo cuando dice: "Nos convencieron de que vivíamos en el país más feliz del mundo..., nos engañaron de forma sistemática". Y concluye categórico que el engaño se produjo a sabiendas del daño que podían causar, una conclusión que asegura que se demostrará en el juicio. Yo, sin embargo, tengo mis dudas de que "supieran" el daño que iban a causar, pese a que el sentido común le dicte a Torfason, y también a mí, que esa era la consecuencia inevitable.

"El país más feliz del mundo" fue un eslogan muy generalizado en las pasadas décadas de patraña neoliberal y frivolidad posmoderna. Pensemos en la Euskadi de Ibarretxe y sus rankings, en los que competíamos ya con Islandia, Irlanda y otras maravillas. O en la España de Aznar -entrábamos en el G-7- y de Zapatero -superaríamos a Francia-, y en su modelo de desarrollo, basado en la construcción, un atentado al sentido común que nadie supo señalar ni frenar. Pero el mundo no se movía según pautas que pudieran satisfacer al sentido común, sino por otras más próximas al esoterismo económico y a la magia. ¿Eran conscientes nuestros dirigentes de la patraña y del daño que nos iban a hacer o vivían en la misma nebulosa propensa a la fantasía que todos nosotros? Salvo que los islandeses demuestren lo contrario, me inclino por la segunda opción.

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