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Columna
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JMJ o la semana del orgullo católico

Esta semana nos toca oír sermones. Para los católicos, largas y sentidas homilías; para el resto, titulares breves y llamativos. Eso sí, no hace falta mucha imaginación para augurar que el Papa se va a explayar, día sí y día también, en la crisis de valores de Occidente, en el relativismo ascendente, en la marea laicista que amenaza con borrar los lindes preclaros entre el bien y el mal. Nada más pisar una iglesia, muchos de nuestros políticos se abonan también a ese discurso. En la Basílica de Begoña, el alcalde de Bilbao, Iñaki Azkuna, repetía el lunes, día de la Virgen, que asistimos a "una crisis de valores, de pérdida de humanidad, de misericordia, de comprensión, de solidaridad y un aumento de la ambición y de la avaricia". Frente a esa deshumanización, a ese "derrumbe moral", el millón largo de jóvenes católicos que asiste esta semana en Madrid a la Jornada Mundial de la Juventud, nos será mostrado como modelo y guía, luz y esperanza. ¿Lo son?

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Estos días han pasado por Donostia unos seis mil de esos jóvenes, chilenos, italianos y demás. Los hemos visto cantando y bailando, siempre en grupo y con una alegría desbordante, en los alrededores del Buen Pastor o por las calles del centro. A plena luz del día y sin restos de botellón. Y eso, qué quieren que les diga, resulta a estas alturas sorprendente. Apuesto que muchos jóvenes vascos que se han cruzado con ellos -en gran número descreídos o ateos, muchos por atmósfera cultural, de la misma manera que fueron ultracatólicos generaciones y generaciones de nuestros antepasados- lo han pensado, de algún modo: ¿estos de dónde han salido? ¿Cómo pueden creer en esos dogmas tan inflexibles, cómo pueden seguir a una jerarquía eclesiástica tan rancia...? Y, sin embargo, es posible que algunos los hayan observado con un punto de envidia: por tener una doctrina bien definida, un líder espiritual indiscutible, una comunidad de referencia fuerte, una fe que otorga un sentido de vida luminoso.

La ética de los no creyentes no puede presumir de nada de eso. Ni prometer la vida eterna, ni dictar lo que debe hacerse con seguridad prístina. No hay autoridad equiparable. Cada uno debe ser capaz de guiarse por su propia razón, por su propia humanidad. Pero para eso debe haber sido educado y fecundado por la razón y la humanidad de su comunidad. Un feed-back de difícil y accidentada construcción que rehúsa apoyarse en la dulce ceguera de la fe. Los jóvenes de la JMJ muestran valores más trascendentes y apasionados que los del mero materialismo, qué duda cabe. Representan una búsqueda de luz y de sentido que puede resultar inspiradora para muchos. Pero tanto los valores éticos como la espiritualidad pueden nutrirse de otras raíces humanistas. Raíces que aspiran a no trampear a nuestra racionalidad, que no nos dictan obediencia, sino autonomía. Por ahí ronda, en verdad, la esperanza.

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