Tormentosa sobremesa en Barcelona
El viento y la lluvia derriban árboles y puestos de La Rambla, y alteran a los turistas
Primero, en plena sobremesa en el Raval, anocheció. Luego, agua. Y agua. Y más agua. De arriba abajo. De lado. En horizontal. Racheada, como a cubos. Un viento brutal. La antena de la azotea de enfrente, más doblada que una caña de pescar. Persianas golpeando balcones. Desagües que no alcanzan a tragar lo suficiente. Piedras como garbanzos. La combinación de cielo negro con el blanco del agua y el hielo, es alucinante. Así no se puede salir. Ni con paraguas. Bajo a la calle. Un río. Vuelvo a subir.
Media hora más tarde, segundo intento. Segundo fracaso. A las seis, a la tercera va la vencida. Sigue lloviendo mucho, pero comparado con la tromba que ha caído, lo de ahora es poco. La terraza del Mendizábal, en la calle del Hospital, da pena. Sillas tiradas, ramas de platanero en el suelo. Turistas empapados corriendo como locos -¿hacia dónde?- y tapándose con toallas de playa mientras los comercios de la calle achican agua.
Si alguien esperaba encontrar La Rambla desértica, se equivocaba. Delante de un hotel dos grupos de turistas pelean, literalmente, por un taxi. Por la cara que hacen, van al aeropuerto y llegan tarde. La puerta sur de la estación del metro de Liceu está cerrada. Grrrrrrr. ¿No va el metro? La de arriba está abierta. Pero apenas se puede entrar. Más guiris empapados. A paraguazo limpio se consigue llegar al andén. Apesta a humedad. El metro lleva un cuarto de hora sin pasar. Uf, paso del metro, andando llegaré más rápido. Total, son dos paradas.
Antes no me había fijado, La Rambla no parece La Rambla: los puestos de flores y las sombrillas de los bares están destrozadas, más ramas de platanero en el suelo, quiosqueros con el género para tirar y cara de cabreo, ambulancias con las sirenas encendidas y en dirección mar. Los paquistaníes, siempre al aparato, despachan paraguas a 10 euros. Se los quitan de las manos.
El agua comienza a entrar por las zapatillas. A la altura de plaza de Cataluña alcanza la rodilla de los vaqueros. Chof, chof. Seis autobuses turísticos parados. Más sombrillas rotas, las del café Zurich. La gente se mete en la Fnac y el centro comercial El Triangle a pasar una tarde que promete asquerosa. Arrecia y faltan tres calles. Venga, venga. El asfalto de la Gran Vía se ha teñido de verde. Millones de hojas de árbol por toda la ciudad. Rambla de Catalunya. Diputació. Tiendas y terrazas vacías. Consell de Cent, por fin. Antes de entrar al diario, de la ventanilla de una furgoneta emerge un piropo: "¡No corras guapa, que no encoges!".
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