Carducho ya ha vuelto a Madrid
La reunificada serie cartujana de El Paular, inaugurada ayer por la ministra Ángeles González Sinde, resitúa al pintor en la cima del barroco europeo
Vicente Carducho (1576-1638), florentino de nación y madrileño por vocación y vida, regresa desde hoy a la cúspide del arte barroco de Europa. Su serie sobre San Bruno y la Orden de los Cartujos ha permanecido desperdigada por las cuatro esquinas de España desde la nacionalización de los bienes eclesiásticos, en 1836. Por ello, la presentación ayer por la ministra de Cultura, Ángeles González Sinde, de la restauración y reunificación de su repertorio de 52 de sus mejores cuadros es un hito histórico. Permite contemplar la excelsa serie en el monasterio de El Paular como expresión suprema del arte total en el que se viera embebido desde que llegara a Madrid siendo un niño.
Con siete años, Vincenzo Carduccio vino a la capital hispana con su hermano adulto Bartolomeo, seleccionado con otros italianos para participar en la hechura y ornamentación del monasterio de El Escorial. Con él comenzaría a conocer los secretos del oficio que le permitieron adquirir desenvoltura pictórica, escultórica y decorativa, también pericia con maderas, bronces, metales preciosos... Poliédricos requisitos exigidos a los italianos para acceder a la magna máquina monacal de piedra y sombra que Felipe II decidiera emplazar bajo el imponente Abantos. Tan temprana familiaridad con el arte pleno le brindarían finura de concepto y un aplomo práctico que troquelarían en el adolescente toscano una de las personalidades más señeras del esplendor entre centurias que definió al Siglo de Oro de las Artes en España. En aquella ubérrima era, Carducho, ya adaptado a la realidad peninsular, jugó un papel primordial en la fusión de la manera italiana de hacer arte con la manera española de aplicarlo. Así lo subraya Werner Beutler, seguidor durante décadas de la trayectoria del gran pintor italo-español.
Hay gestiones para traer los dibujos al monasterio desde el Louvre
Carducho desplegó sus cualidades: osadía creativa, sentido de la mesura, imaginación cromática, una piedad religiosa muy estimada en su siglo y una concepción de la pintura fundada en la importancia crucial del dibujo. En Madrid, donde se domicilia en la calle de Atocha, número 9, instala su taller. Conoce a una mujer, hermana de María de Astete, y se casa. No tuvieron hijos. La hora de la verdad le llega al pintor cuando recibe el encargo de pintar una Anunciación para el monasterio de la Encarnación, joya mimada por los Habsburgo tan próxima al Alcázar de los Austrias. El lienzo encandila a la reina Margarita, esposa de Felipe III, que le nombra Pintor del Rey. Carducho tiene en el duque de Lerma un valedor poderoso. Entre tanto, él prosigue formándose como autodidacta. En su librería, dice Beutler, se cuentan volúmenes con títulos que varían desde Vitrubio a Serlio. Su pasión por la arquitectura es evidente, tanto, que la incorpora como componente fundamental a su pintura, teñida de monumentalidad y escenografía, principales vehículos narrativos de las artes plásticas del siglo XVII. Carducho domina además la composición y se atiene a limpios cánones de simetría.
Nace su honda amistad con Lope de Vega y se une a Juan Pérez de Montalbán y a Luis de Góngora. Crea su propia escuela con brillantes discípulos como Castello hijo o Rizzi. Es en 1626 cuando fray Juan de Baeza le encarga 56 obras de gran formato, 3,45 por 3,15 metros, la serie pictórica más importante del barroco europeo, para mostrarla en El Paular. Los dibujos preparatorios de la serie se encuentran hoy en su mayoría atesorados en el museo del Louvre. Hay ya gestiones de la Dirección General de Bellas Artes para traerlos al flamante y recién creado museo monacal.
Este cenobio podía albergar en el siglo XVII hasta 180 frailes, titulares de 8.000 libros sacros, 12.000 hectolitros de cereales, 37.000 ovejas y unas rentas anuales de millón y cuarto de reales. Incluso poseían un molino con cuyo papel se compuso la primera edición del Ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha.
Carducho empleó seis años en culminar la encomienda de Baeza. Tuvo aún tiempo para escribir sus Diálogos de la pintura, el tratado más importante de su época. Mirado para el dinero, Carducho amasó tan gran fortuna como para encargar a su muerte 4.200 misas para él y su esposa. Pero su mejor herencia fue la que le convirtió en precursor de la Escuela de Madrid, de la que formaría parte otra gloria de la pintura universal, Diego Velázquez, sustituto suyo en el favor real de Felipe IV. Desde hoy, el más deslumbrante esplendor surgido de los pinceles de Carducho puede ser admirado gratuitamente en la falda umbría de Peñalara, en el claustro hoy benedictino al que su obra regresa gracias al tesón de la restauradora Leticia Ruiz, a su equipo del Museo del Prado, al Instituto del Patrimonio Cultural, a los Amigos de El Paular y a la paciente espera de los monjes.
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