¡Maldita corrupción!
Lo peor de la corrupción no es la corrupción. Lo peor es que deforma, obstaculiza y corroe la vida política. Escribo desde la perspectiva amenazadora de que la campaña de las próximas elecciones generales no permita discutir los problemas del país y conocer propuestas alternativas, sino que se centre en un debate crispado entre el caso Gürtel y, en un intento de contrarrestarlo, el caso Faisán. ¡Una perspectiva enormemente estimulante!
Desgraciadamente, casos de corrupción económica los hay en todos los sectores. Corrupción es apropiarse de bienes aprovechando los poderes que uno tiene delegados o tomar decisiones incorrectas sobre intereses colectivos desde puestos de responsabilidad, obteniendo con ello beneficios personales. El jefe de compras de una empresa que cobra comisiones de un proveedor es tan corrupto como el alcalde que adjudica unas obras o el diputado que vota una enmienda a cambio de regalos o de favores personales. Lógicamente, la gravedad del acto se amplifica más cuanto más importantes son los intereses que se supone que uno debe defender. Por ello la corrupción en el ámbito político (intereses de todos los ciudadanos) o en el de las organizaciones sin ánimo de lucro (intereses generales colectivos) adquiere más trascendencia y se publicita mucho más que las del estricto ámbito económico (intereses empresariales). Es bueno que sea así porque las personas que han sido elegidas o designadas para gestionar intereses públicos tienen un plus de responsabilidad frente a sus conciudadanos y deben responder ante ellos. La corrupción, pues, no es cosa de la política, ni sé si en la política abunda más que en otros sectores, pero es en la política donde es menos aceptable y, paradójicamente, es en la política donde parece más corriente.
La obsesión de los partidos en no limpiar sus casos y airear los de sus rivales ha creado una imagen deformada de la política
Hablando de la corrupción política, aparte de las responsabilidades personales, quiero destacar la parte importante de culpa que tienen los partidos políticos de haber llegado a la situación actual. En primer lugar, por su frecuente defensa a ultranza de sus presuntos corruptos, basándose en apelaciones a la presunción de inocencia y a la necesidad de esperar a las decisiones judiciales (siempre lentas y a veces, inexplicablemente, muy lentas) antes de iniciar ningún tipo de actuaciones. En segundo lugar, por la evidente reticencia a tomar medidas preventivas de carácter interno, ante el conocimiento anticipado de irregularidades de alguno de sus afiliados, antes de que estas se hagan públicas y les obliguen a actuar a remolque. Han creído erróneamente que la existencia de una policía interna y las autodenuncias serían causa de desprestigio para el partido, cuando la realidad sería exactamente la contraria. Estos dos factores han ido convirtiendo, en la imagen popular, la "corrupción de algunos políticos" en la "corrupción de los políticos y de sus partidos", y ha desembocado en un sentimiento todavía más grave: "la existencia de corrupción no es un elemento decisivo a la hora de decidir el voto, ya que en todas partes cuecen habas", sentimiento que ha provocado victorias electorales a veces incomprensibles si no se tiene en cuenta este fenómeno.
A ello ha contribuido, además, un tipo de actuación, no delictiva pero muy criticada: anteponer los intereses del partido a los intereses generales del país, actuación que se produce aún más cuando se está en la oposición. No es perseguible judicialmente, pero es reprobable políticamente y sobre todo contribuye a que se piense que, si se pueden anteponer los intereses del partido a los del país, es verosímil que también se puedan hacer pasar los intereses económicos personales ante los colectivos.
La combinación de todos estos factores, especialmente la obsesión de los partidos en no limpiar de forma radical sus casos, sino en airear incluso exagerando los de sus rivales, ha favorecido una imagen deformada de la actuación política que ha generado una peligrosa desafección ciudadana, desafección que no merecen la inmensa mayoría de los que se dedican a lo público.
¿Vamos a tener que sufrir una vez más una bochornosa campaña electoral convertida en un match Gürtel contra Faisán o vamos a poder escuchar propuestas creíbles sobre políticas para salir de la crisis? Por cierto, hablando de match, ¿qué tiene que ver el caso de una probable corrupción económica con otro de una posible decisión policial equivocada?
Joan Majó es ingeniero y exministro de Industria y Energía.
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