"Declararme culpable no servirá de nada, esto no va a acabar, mejor lo dejo"
Camps se aferró al poder hasta que entendió que solo iba a prolongar su agonía
Fue un drama palaciego a la antigua, pero vivido entre las cuatro paredes de un salón de una casa valenciana. Las últimas horas de Francisco Camps al frente de la Generalitat transcurrieron lejos del boato del palacio presidencial, entre los sofás de su piso en el centro de la capital del Turia. Allí, cinco personas de una u otra manera muy vinculadas a él, contemplaron los últimos y frenéticos minutos en los que Camps se debatió entre aferrarse al poder, con la condición de declararse culpable de cohecho, o rendirse.
Estuvo a punto de optar por lo primero, quiso hacerlo, pero en el último momento entregó la cuchara. Y lo hizo con una frase: "Declararme culpable no va a servir de nada, esto no va a acabar, no va a parar, mejor lo dejo, no puedo más".
Llamó a Costa y se preparó para ir al juzgado, pero al final fue incapaz
"No tiene sentido, no puedo declararme culpable, va contra mi naturaleza"
Planteó a Rita Barberá que le sucediera, pero ella se negó
Camps llamó a Fabra, el candidato que había pactado con Rajoy
Miembros del PP valenciano piden al expresidente que deje su escaño
Esos hombres y mujeres del poder lo son casi todo en la historia política de Camps, que es como decir en la vida del aún presidente, un hombre que vive por y para la política desde la época de la universidad. Tienen en común algunas cosas. Sobre todo, grandes convicciones religiosas, algo básico para un hombre como Camps, que ha hecho de su fe un referente político, y de la visita del Papa a Valencia, que también cayó en la red Gürtel, el momento cumbre de su mandato.
En esa casa está Juan Cotino, que es casi como un confesor suyo; Rita Barberá, a la que él siempre vio como su sucesora natural; Federico Trillo, el amigo, asesor legal y enviado de Rajoy; Jorge Cabré, consejero de Justicia encargado de rematar la operación de aceptar la culpabilidad, y la mujer de Camps, Isabel Bas. Casi nadie ha dormido mucho esa noche. Como casi siempre, aunque Camps insista en público en que "no hay nada, todo es mentira", y finja que el caso Gürtel le resbala, el presidente vive obsesionado por la prensa. Y es esa la que empieza a rematarle definitivamente.
A última hora del martes ha hablado con Rajoy, una de las incontables llamadas entre dos adictos al móvil. Ambos coinciden en que la solución de declararse culpable no es buena, pero es la única posible para seguir de presidente. Rajoy acepta ese apaño, o más bien lo propone, y Camps se pliega. Todo se prepara para ejecutar el plan al día siguiente.
A las once de la noche, Dolores de Cospedal, que como Javier Arenas, amigo de Camps, ha estado muy activa en la sombra, llama a Ricardo Costa, el último escollo, y le convence: tiene que hacer un sacrificio por el partido, y declararse culpable, como Camps. A cambio, lo que quiera. Es Cospedal quien tiene que hacerlo, porque es ella quien le echó del partido y le vetó cuando Camps quiso hacerlo consejero.
Pero ya de madrugada, Camps ve en Internet las primeras páginas del día siguiente. Varios diarios denuncian el apaño. El valenciano empieza a comprender que la presión no va a bajar. A las nueve de la mañana, todo está listo. Víctor Campos, el que fue su vicepresidente, se declara culpable. Poco después lo hará Rafael Betoret.
El abogado de Camps, Javier Boix, presenta el escrito de conformidad del presidente. Solo falta que vaya a firmarlo él en persona. Ricardo Costa, que no se fía de su jefe, ha puesto una condición: acudir con él, no antes, como los demás. Le espera, según lo acordado, a las nueve de la mañana en la puerta de su casa, en el coche de Cabré. Pero Camps duda. No se anima a ir. Y Costa se marcha para el Parlamento. Comienza una mañana de locura.
Todo empezó cinco días antes. El viernes, un auto demoledor recordaba a Camps la cruda realidad: iba a tener que sentarse en el banquillo. Todas sus estrategias dilatorias habían servido para eso, para retrasar ese momento, para poder presentarse a las elecciones, para estar un día más en el poder porque Rajoy le dejaba, pero había llegado la hora. Y la fecha más probable era la peor posible: el otoño, en plena campaña electoral de Rajoy. En el PP, cuando leyeron el auto y sobre todo cuando empezaron a ver su silencio, algunos confiaron en que esta vez sí, Rajoy remataría a Camps. Cospedal empieza a moverse, Trillo también, pero solo el líder puede rematar la jugada. Solo él tiene fuerza para pedirle a Camps que se vaya. Y una vez más, decide no hacerlo.
Rajoy solo se anima a poner un límite: no puede llegar al juicio en plena campaña. Hay que resolverlo antes. Pero no le pide la dimisión. Así que todo el equipo del líder, que sueña con la caída del presidente, empieza a diseñar el plan B: declararse culpable, evitar el juicio. El valenciano empieza a pensar seriamente en la dimisión, porque no quiere someterse a ese apaño, pero el afán de poder parece vencer. Y empieza a aceptar el juego. Rajoy estaba dispuesto a defender en público ese apaño, y en Génova ya empezaban a fabricar el argumentario. No quedaba otra si no se animaba a empujar a Camps.
Lo que para los demás es un demérito, una demostración de falta de liderazgo, el hecho de no haberle empujado, para él es un mérito. Los marianistas recalcan eso: "Ojo, que Mariano no le pegó el empujón, se tiró solo", insisten. La trayectoria política de Rajoy cada vez tiene más cadáveres, como corresponde a una persona de su poder. Y sin embargo, él no reconoce ninguno de ellos. Todos fueron ejecutados por otros, o como mucho se suicidaron. Para él es básico poder negar su autoría. Es la compleja forma de Rajoy de entender el liderazgo.
La mañana en la casa de Camps es intensa. Tiene a su lado a dos que quieren que se quede, Barberá y Cotino, a Trillo, que como toda Génova sueña con que dimita pero no se anima a empujarle abiertamente, y en el teléfono a Rajoy, que no le empuja pero le hace sentir un gran vacío, y a Dolores de Cospedal, hiperactiva. Una de las claves es que por una vez Camps ha dejado fuera a toda la corte de aduladores habitual, que le anima siempre a resistir y le devuelve a ese mundo perfecto e irreal, donde Gürtel no existe, en el que ha intentado vivir dos años y cuatro meses. En su piso, en esa mañana clave, todo es real, muy real. Tanto que desde fuera le llegan informaciones muy reales: la prensa está escandalizada con la solución que está a punto de rematar, decenas de cámaras esperan bajo el sol a que Camps haga el paseíllo, la presión no para de crecer.
La personalidad imprevisible y fluctuante de Camps llega a su apogeo. No se decide. A ratos quiere dimitir, a ratos allanarse y seguir. Su abogado, Boix, llega a la casa para recordar que el papel ya está presentado, que hay que ir al juzgado. Después de horas de dudas, al fin se lanza. Llaman para pedir al juzgado que aguante un poco, que abra la puerta principal, que va el presidente en su coche. Llama a Costa para acudir juntos, según lo pactado. Es de verdad, lo van a hacer. Camps está vestido de traje, preparado para salir y enfrentarse a los focos. Está en su mano, si traga esa quina, puede seguir de presidente. Rajoy le autoriza. Pero entonces, en su casa, con su mujer como gran protagonista, con la última ronda de llamadas en la que percibe la frialdad que ya conoce, se da cuenta de que no tiene fuerzas para hacerlo. Él, que siempre ha presumido de ser un niño bueno al que nunca castigaron en el colegio, se ve incapaz de seguir adelante con antecedentes penales.
La vergüenza, el agotamiento, la sensación de soledad, pueden por primera vez más que su enorme pasión por el poder, ese para el que se preparó toda su vida, sobre todo en los años en que era el mayor adulador de Eduardo Zaplana, que lo designó como su sucesor y después vio cómo aniquilaba a sus huestes. Algunos incluso dicen que esa es otra clave de la dimisión. Con la fuerza de la última victoria electoral, Camps ha machacado a los zaplanistas, y le ha arrebatado la presidencia de la diputación de Alicante a Joaquín Ripoll. Por eso puede dimitir con más facilidad, explican algunos. Ha cumplido con una de sus obsesiones.
Sin apoyo de Génova, sin respaldo incondicional de Rajoy, que le deja hacer pero no le aplaude, solo ante los medios, Camps se da cuenta de que solo está retrasando la agonía. Se imagina dimitido en unos pocos meses, y ve que solo dejándolo ya puede descansar. Él y su familia. "No tiene sentido, no puedo declararme culpable, va contra mi naturaleza", aseguran en el PP que repetía. Un momento de lucidez después de dos años de huida hacia adelante. Él, que siempre dijo que solo quedaban un par de escalones para salir del entuerto, se da cuenta de que no va a poder subirlos nunca. De que al final de la escalera solo hay lo mismo que al principio: un gran escándalo de corrupción que en Valencia no ha hecho más que empezar su camino judicial.
Lo más sorprendente para todos los que han narrado esos momentos, que corren por los mentideros del PP, es la capacidad de Camps, una vez tomada la decisión, para convencerse de que es lo mejor. Lo cuentan sus consejeros, a los que explicó la dimisión minutos antes de anunciarla en público. Poco antes, Camps aún hace un último intento por convencer a Rita Barberá de que sea presidenta. Se sigue negando. La alcaldesa, como Cotino, que llora sin parar durante toda la tarde, según se ha ido contando de boca en boca en el PP, están convencidos de que Génova ha matado a Camps. Y están dolidos. Descartada Barberá, el sucesor es el que ya tenía hablado Camps con Rajoy en estos días de dudas: Alberto Fabra, alcalde de Castellón, no contaminado por Gürtel, bien visto por varios sectores. Después del alicantino Zaplana -aunque de origen cartagenero- y el valenciano Camps, le tocaba a la provincia de Castellón. Camps le llamó mientras éste estaba comiendo plácidamente en su casa, una prueba más del pequeño círculo en el que se movió todo.
Desde ese instante, Camps ya no es nadie en el PP valenciano. Todo su poder se viene abajo. Sus antiguos aliados, como Alfonso Rus, presidente provincial del PP valenciano, se indignan con él porque no les ha llamado para comunicar su dimisión. Se abre la guerra interna, lo que más temía Rajoy, uno de los motivos para mantener a Camps. Aún así, más parece una pequeña revuelta que una guerra.
Al líder del PP nunca le preocupó la imagen del partido, ni la ejemplaridad en política, solo había tres cosas importantes: su amistad y sus deudas políticas con el presidente, que le apoyó en los momentos difíciles; el control del partido en la zona, que Camps, ese hombre de aparato experto en fontanería de partido, garantizaba pese a todo, y su propia campaña electoral para las generales. Al final, la proximidad de esta última, y no el escándalo, que Rajoy ha sobrellevado sin problemas, ha sido el detonante de la caída de Camps. Una vez más, como siempre en el juego del poder, no hay nada personal. Son intereses. Y a los de Rajoy les llegó su hora.
La conformidad de Camps
El abogado de Camps, Javier Boix reig, llegó a entregar en el Tribunal Superior de Valencia un escrito aceptando la condena y la acusación. Faltaba la firma del presidente de la Generalitat para que hubiera supuesto la condena de este por cohecho impropio sin necesidad de celebrar el juicio, pero demuestra su disposición a aceptar el delito. La conformidad con la condena solo necesitaba para ser válida la firma de Camps, en cuyo nombre estaba redactado. Sí presentaron los suyos, con su forma, Campos y Betoret. Sin embargo, Camps reconsideró su decisión y no fue a firmar. Tampoco fue Ricardo Costa. De esa forma, la conformidad de Campos y Betoret resultó inútil al no existir unanimidad entre los acusados.
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