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Hamaca de lona | Imágenes
Columna
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Huevos de oro

Manuel Rodríguez Rivero

Es un truismo fácilmente constatable que las industrias culturales se hacen cada vez más conservadoras. El experimento es siempre riesgoso y, aunque los beneficios pasados no garantizan rentabilidades futuras -según el anuncio impreso en cuerpo menor en la publicidad de los productos bancarios-, los accionistas y los managers de la cultura prefieren apostar por el pasado, conjurando los éxitos de ayer en forma de sagas, rescates o remakes, mientras observan con el rabillo del ojo los logros de la competencia como fuente de inspiración. Para qué inventar si ya lo hacen otros.

En la última década, la tendencia a resucitar éxitos pasados se ha recrudecido, de ahí que con frecuencia asistamos a nuevos avatares cinematográficos (y, con cada vez mayor frecuencia, literarios) de obras que tuvieron su gran momento en otro muy distinto. Unas veces se persigue resucitar el taquillazo o el superventas en forma de secuelas (o precuelas) y, otras, como reinterpretaciones o relecturas, buscando la referencia a éxitos paralelos en otros géneros diferentes; así hemos podido presenciar, por ejemplo, la reproducción incontenible de los Aliens y los Predators, o la invasión del apacible territorio de Jane Austen por enloquecidos zombis hambrientos.

En cierto modo, se diría que el arte ya no imita a la vida, sino, cada vez con mayor frecuencia, a sí mismo. Es como si la industria cultural, suspicaz ante la imaginación, se hubiera convertido en la mayor valedora de la vieja superstición (y tópico literario) de que cualquier tiempo pasado fue mejor, tan presente en la cultura occidental desde el Eclesiastés a Cioran, y que, entre nosotros, goza del ilustre aval de Jorge Manrique. Para el riesgo es imprescindible la confianza. Y estos no son tiempos para lanzar cohetes.

De ahí que no resulten extrañas las presiones que los responsables de la industria cultural ejercen sobre los creadores -al fin y al cabo, la piedra angular del negocio- para que acepten seguir alimentando su particular gallina de los huevos de oro. Ignoro, por ejemplo, si en algún momento J. K. Rowling se prestará a escribir una continuación de la saga del mago de Hogwarts, pero imagino la insistencia con la que los ejecutivos de la Warner se lo estarán pidiendo estos días. Sobre todo teniendo en cuenta que, solo en sus dos primeras semanas de exhibición mundial, Harry Potter y las reliquias de la muerte: Parte II, la supuesta última entrega de la serie, lleva recaudados más de 500 millones de dólares.

En esa misma línea hay que procesar la noticia de que Bompiani publicará a principios de octubre una versión más "accesible a los nuevos lectores" de uno de sus grandes éxitos editoriales: El nombre de la rosa. No excluyo que los responsables de la célebre editorial que publicó originalmente (1980) la novela consideren que esos "nuevos lectores" son idiotas. Pero me extraña que Eco se haya prestado a ello, por mucho derecho que tenga a hacerlo. En todo caso, para "aligerar" una obra no hay límites. Conrad decía que la vida de cualquier hombre podía escribirse entera en una hojilla de papel de fumar. Y, seguramente, El nombre de la rosa puede caber en un tuit. Pero no la literatura, desde luego.

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