El cocido se queda huérfano
El centenario Malacatín, hito de la cocina castiza, pierde en dos meses a sus dos almas, Flori y Conchi Díez
"La taberna engancha". Flori Díez se lo contaba a todo el que preguntaba cómo, a sus 86 años, seguía bajando a diario al comedor del Malacatín, tras cuya barra llevaba trabajando desde que era una mocita de 16. Fue precisamente en esa escalera que une el centenario local de la calle de Ruda, 5 con su casa donde sufrió, hace menos de dos meses, un accidente que resultó mortal. Poco después, el pasado domingo, fallecía su hija, Conchi Díez, de 57 años, el otro alma máter de esta mítica taberna madrileña, tras luchar durante una década contra el cáncer.
"Con ellas Madrid pierde parte de su historia y de esa impronta de casticismo que va desapareciendo y que ya solo se puede recordar en los libros y en las zarzuelas", dice Ángel Monje, dueño de La Ardosa y miembro, como ellas, de la Asociación de Restaurantes y Tabernas Centenarios de Madrid (www.restaurantescentenarios.es). "El Malacatín es un lugar emblemático, una institución del cocido madrileño". Una taberna taurina con solera como pocas.
La tienda de vinos se inauguró en 1895 y volverá a abrir el 24 de agosto
"Eran castizas al 100 %", dice José Alberto Díaz, la cuarta generación
Cuando Julián Díez, padre de Flori y abuelo de Conchi, abrió su tienda de vinos en 1895, el local de la calle Ruda no tenía agua ni luz de gas. El cierre se levantaba a las seis de la mañana, para dar de beber al turno de los panaderos, los traperos del Rastro y los faroleros que iban apagando luces al amanecer. Cuentan que entre los parroquianos había un mendigo, conocido como Malacatín, que tarareaba repetitivamente un estribillo -"Tin, tin, tin, Malacatín, tin, tin"- para conseguir a cambio un par de copitas gratis.
Julián tuvo 12 hijos, 10 de ellos mujeres. "Las hermanas atendían la barra y la gente empezó a llamar a la tarbena Las Chicas", cuenta José Alberto Rodríguez, la cuarta generación de la familia. La más pequeña de los 12, Flori, su abuela, fue la que se quedó al final con el negocio, "por pura vocación", según el nieto. Tras la barra conoció a su marido Isidro, un parroquiano al que una vez -cuando le cantó "una asturianada", como ella decía, para cortejarla- puso de patitas en la calle. Brava y castiza hasta el final, Flori solía decir, ya octogenaria, que supervisaba el negocio "como Colón", y apuntando con el dedo soltaba: "¡Solo bajo a regañar!". La verdad era que la taberna la seguía teniendo enganchada.
En los años cincuenta, Isidro y Flori remozaron el local, lo bautizaron Malacatín en honor a aquel mendigo saleroso y empezaron a servir comidas hasta convertirse en un lugar de referencia en la ruta del cocido madrileño, mencionado en todas las guías gastronómicas. Un hito entre los turistas informados. Su hija Conchi estudió Magisterio, pero también le picó el bicho de la taberna y se hizo cargo de la cocina, cediendo la cara al público a su madre y después a su hijo. Menuda, sosegada y sonriente, era milagroso verla trabajar en la estrechísima cocina del Malacatín, entre enormes perolos en los que cocía, siempre por separado, garbanzos, morcillas, gallinas, verduras, lacón, tocino y chorizo de cantimpalo. El mítico cocido resultante -servido en tres vuelcos y en inmensas fuentes, con aderezo de tomate frito, guindillas, cebollitas, pepinillos...- era inacabable (y requería babero).
Flori y Conchi lo sabían, y por ello se permitían un reto chulesco: "El que se lo acaba, no paga". Ambas presumían de que nunca se ha dado el caso. "Claro que mantendremos esa tradición", dice José Alberto, "los buenos negocios no hay que tocarlos". Por ello, el joven de 35 años, que lleva al frente del comedor desde los 19, tiene claro que hará honor a lo que le enseñaron su madre y su abuela, que eran "castizas al 100%": "Voluntad de trabajar, capacidad de sacrificio y, en la cocina, una actitud crítica". Eso y "una sonrisa permanente por muy mal que vayan las cosas". Con ella, estas dos taberneras se ganaron durante años la amistad de sus clientes, muchos de los cuales acudieron el lunes al tanatorio para despedirse.
"Lo más importante que me enseñaron", añade José Alberto, que reabrirá el Malacatín el próximo 24 de agosto, "es que un cliente es fácil de perder y difícil de ganar, por eso hay que tratar a todo el que entra como si fuese el mejor". También al mendigo en cuyo honor se bautizó este histórico local de La Latina.
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