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Columna
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¿Blanche o no Blanche?

Últimamente, veo cosas que me hacen pensar en Blanche DuBois. Pobre alma de cántaro. Si la protagonista de Un tranvía llamado deseo cobrara vida en 2011, tendría que tragarse sus propias palabras. "Confiar en la bondad de los desconocidos" podría salirle muy caro hoy por hoy.

Ayer vi a un hombre haciendo pis en la calle. Una estampa nada excepcional, es verdad. Pero esta vez la imagen era curiosa porque el hombre en cuestión no respondía al perfil del meaesquinas tradicional. Tenía más de 60 años y vestía buen traje. Para acabar de adornar el cuadro, llevaba puesto un casco de moto que dejaba al aire una tupida barba blanca. Incontinencia urinaria extrema, pensé, abrazando todos los prejuicios imaginables. Pobre, claro, me dije, los hombres no pueden usar las compresas de Concha Velasco. Pero cuando se dio la vuelta, entendí lo que pasaba: estaba más borracho que un piojo. Apenas podía cerrarse la bragueta de su pantalón caro. Tropezándose consigo mismo, llegó hasta la moto. Se montó y metió la llave de contacto. Terror. Terror. Terror. ¿Qué hacer?

Son tiempos difíciles y los desconocidos asustan un poco. La gente está muy tensa, muy asustada y muy a la que salta. Antes, se le podía increpar a un desconocido por la calle sin temor a que te pegara una paliza. Ahora, no es descabellado que te la pegue. Un desencuentro normalito al volante puede acabar como el rosario de la aurora. Yo lo he visto. El otro día, sin ir más lejos, un conductor se bajó del coche y le pegó una paliza monumental a un pobre ciclista porque le había rozado el retrovisor. Pelos como escarpias. El ciclista se zafó como pudo y huyó, mientras el conductor bramaba al aire y agitaba violentamente los brazos. Una docena de peatones mirábamos sin mirar, acongojados. Enseguida, el conductor se volvió a montar en el coche y salió como un loco detrás del ciclista para seguir pegándole, supongo. El coche rechinaba contra el asfalto. Llamé a la policía, pero no sé cómo acabó todo. La verdad es que la policía no es garantía de nada. Están tan nerviosos como todos los demás. El mes pasado presencié cómo dos agentes, en dos momentos y lugares distintos, abusaban fatalmente de su autoridad con sendos inmigrantes. Violencia verbal y física injustificable que, además, no ayuda nada a templar los ánimos.

Pero decía. Ahí estaba el hombre de la barba blanca, borracho como un piojo, con la llave de contacto metida. Yo, en la acera de enfrente, con los ojos muy abiertos. ¿Voy o no voy? ¿Y si se ofende y me agrede? ¿Y si paga conmigo sus miserias? Pero, ¿y si tiene un accidente? ¿Qué hago? ¿Blanche o no Blanche? Cojo aire y me acerco. Y le pongo una mano en el hombro. Y que sea lo que Dios quiera.

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