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Columna
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Sin tregua

Antaño-y cabe hablar así, ya que esta crisis está siendo tan larga que consigue redoblar hasta la duración de los días-, antaño, pues, el verano era un tiempo de ocio para la política. Nuestros presidentes, diputados y alcaldes se iban de vacaciones y pasaban a engrosar las listas del papel cuché, ya saben, que si lucían este modelito de bañador o aquel otro, que si veraneaban en tal lugar o en tal residencia, que si jugaban al pádel, nadaban, o leían el último libro de su poeta favorito. Dejaban de trabajar, lo que parecía ser un indicio de que también el mundo se tomaba su asueto y de que no nos depararía ningún sobresalto. Lo que no se había decidido en junio podía esperar hasta setiembre y el tiempo de la política se ajustaba al calendario sin premuras. Había, sí, veranos siniestros, pues los tiempos de calma siempre son apropiados para las sorpresas, pero lo habitual era que abriéramos una pausa en la que ni aun lo inesperado pudiera hallar cabida.

No es el caso para este verano que ya avanza, en el que es justamente lo inesperado lo que nos acecha y nos mantiene alertas. Se dice que la política ha sucumbido ante el poder de los mercados y quizá venga a demostrarlo esta pérdida del control del tiempo. La política ya no puede determinar su tiempo de descanso, y no porque se halle expectante ante lo extraordinario, ante la sorpresa, sino porque se está mostrando incapaz de controlar lo ordinario. Miren, toda esta mística de los mercados me tiene sumamente intrigado. Hablamos de ellos como si fueran una especie de deus omnipotens cuyos mecanismos fueran un arcano. Me parece curioso incluso que hayamos pasado del singular con el que lo designábamos antes, el mercado, al plural, los mercados, aunque tengo la impresión de que por mucho que hayan cambiado sus formas su naturaleza sigue siendo la misma. Es el mismo mercado, cuyo horizonte de actuación es el beneficio, del que tan gozosamente nos hemos venido sirviendo en años de bonanza, y al que ni en los años buenos de crecimiento ininterrumpido, en los que parecía que hubiéramos encontrado la fórmula mágica para un mundo feliz, ni en estos años de vuelta al infortunio, le hemos sabido dar una respuesta política adecuada.

Que el ojo del huracán de esta asechanza se halle en Europa, que el mundo esté a la espera de lo que ocurre en Europa, lo que hace es interpelar a Europa. Es del fracaso de su integración económica -lo que parecía ser su gran logro- y de su escasa integración política de la que se están beneficiando los mercados. Escribo en otro de esos días negros, otro de esos días en los que parece jugarse el futuro de la Unión. Es un día de verano, y lo que me pregunto es si cuando llegue el otoño estaremos hablando de una Europa del Norte, que trate de hallar su lugar entre las potencias del futuro, y de una Europa desahuciada, ésta en la que vivimos. No habrá tregua estival, y sólo espero que el viejo sueño no se desvanezca.

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