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Columna
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Del mausoleo al cambio

Josep Ramoneda

Podría decirse que el modelo Barcelona fue enterrado antes de que se firmara su muerte legal. La elección de Xavier Trias como alcalde ha puesto fin a un largo ciclo de gobiernos de izquierdas, liderados por el PSC. Pero, en realidad, este ciclo había sido exhumado hace siete años en un fastuoso e inútil mausoleo llamado Fórum 2004. Barcelona siempre ha tenido bien afinados los mecanismos del olvido, como si a base de no acordarnos pudiéramos llegar a conseguir que un acontecimiento ni siquiera hubiera ocurrido. Pero, guste o no, aquel evento -nacido a la sombra del éxito de los Juegos Olímpicos- simboliza el final de una época. Y si ha tardado tanto tiempo en que este cambio cristalizara es porque la política, a veces, como el ave de Minerva, llega con el crepúsculo; y porque el nacionalismo convergente nunca acabó de convencerse de que le correspondiera proponer un modelo alternativo a la ciudad.

Barcelona, afortunadamente, nunca será Hamburgo o Ginebra y el que lo pretenda cometerá un delito de lesa ciudad

La larga estabilidad de la política catalana desde principios de los ochenta hasta los primeros años del nuevo milenio se montó sobre la relación dialéctica entre el pujolismo y el maragallismo. Durante aquellos tiempos se creó un reparto del poder que parecía destinado a ser eterno. Era un equilibrio extremadamente cómodo para las élites del país, que creo vicios estructurales: a la izquierda le costó entender que el Gobierno de la Generalitat no era terreno vedado. Y cuando lo conquistó no supo domarlo. Del mismo que para CiU el Ayuntamiento era territorio apache y veremos cómo se maneja por estas tierras.

La victoria de Trias podría parecer la liquidación definitiva del sistema pujolismo-maragallismo. Pero hay persistencias en la mente colectiva que se expresan en una paradoja interesante: mientras que CiU ha reconquistado la Generalitat a lomos de un liberalismo desconocido en la tradición pujolista, el cambio en el Ayuntamiento lo lidera el último representante de la tradición socialcristiana del pujolismo.

Sobre la base del consenso construido en el posfranquismo entre los socialistas y los excomunistas y diversos agentes sociales, se configuró el llamado modelo Barcelona -el que le puso el nombre fue Frédéric Edelmann, en Le Monde- que cambió la ciudad, la sacó definitivamente el color gris de los años de la dictadura, dignificó las periferias, la abrió al mar y la colocó en el mapa del mundo. Pero no hay generación capaz de construirse dos veces una ciudad nueva, ni impulso político que pueda ser eterno, ni consenso social que dure indefinidamente. La ciudad es distinta, fruto, precisamente, de la renovación que este consenso posibilitó, los actores sociales también, el entronque de la ciudad tanto con el país como con el entorno ha cambiado y, por tanto, los lugares comunes ideológicos de aquel momento se han ido desgastando. Es muy difícil darse cuenta de la necesidad de cambiar un modelo de éxito. Y los socialistas insistieron en él cuando ya nada significaba. El Fórum fue el punto final por dos razones: porque fue el símbolo de un momento en que la especulación económica entró en la ciudad como un elefante en una cacharrería, sin que la Administración supiera ponerle límites, y porque la innecesaria repetición del recurso a un superevento propició un acontecimiento sin cuajo, cuando los problemas de la ciudad requerían otro tipo de iniciativas y suturas.

Había llegado el momento de elaborar un nuevo consenso para el futuro de Barcelona. Para ello había que empezar reconociendo los nuevos actores: la nueva composición social del país, la emergencia de una generación que vive entre el cosmopolitismo y el paro, la inmigración, las minorías de todo tipo, el liderazgo creciente de las mujeres. El gobierno de izquierdas no tuvo los reflejos para hacerlo. Y le ha tocado al alcalde Trias y la gente de CiU. El modelo Barcelona deja algunas cosas que no pueden perderse: una ciudad preocupada por sus equilibrios sociales, celosa de evitar la creación de guetos, abierta al mundo (y por tanto sin miedo al que viene de fuera, el turista, el inmigrante, el estudiante), con vocación cosmopolita, un punto libertaria, y atenta a hacer valer sus triunfos, empezando por la medicina y la cultura, dos de sus principales ases. En estos tiempos de miedos e inseguridades, lo peor que le podría pasar a esta ciudad es que se perdiera de vista este horizonte, y se la enmarañara en los tópicos de la seguridad, la tolerancia cero, el orden absoluto y las calles inmaculadas. Barcelona, afortunadamente, nunca será Hamburgo o Ginebra y el que lo pretenda cometerá un delito de lesa ciudad.

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