El debate, un espectáculo dantesco
La principal conclusión que podemos sacar en relación al debate sobre el estado de la nación es que la indignación manifestada por la ciudadanía en las calles tiene total justificación.
En lo que debería ser un fructífero análisis sobre la situación de nuestro país, un diálogo fluido para tratar de llegar acuerdos con los que conseguir reconducir la difícil situación que atravesamos, un encuentro para repasar los errores cometidos y proponer medidas correctoras que mitiguen sus efectos, no encontramos más que un cruce de declaraciones altisonantes, de reproches, de afirmaciones contundentes con el único fin de desacreditar al adversario político, de frases elaboradas y estudiadas con el propósito de dejar en evidencia al otro bando.
Sus señorías se despachan a gusto y pasan las horas muertas entre vítores y aplausos, tal y como si estuvieran en el cine o en el circo. Asistimos al dantesco espectáculo que protagonizan los que no asumen culpa alguna por las malas gestiones llevadas a cabo y los que sugieren una alternativa tan vacua e insustancial como ese inventario de propuestas que nunca concretan.
Y, mientras tanto, el ciudadano queda relegado al enésimo anfiteatro y comprueba cómo nuevamente a nadie parecen importarle nada todos aquellos problemas a los que, en el actual contexto de profunda crisis, debemos hacer frente.
Es verdaderamente indignante que después de escuchar durante horas a nuestros políticos, a nadie le quede ni medianamente claro el camino a seguir para vislumbrar un horizonte algo menos desesperanzador.
Podrán exigirnos compromiso, sentido común y un esfuerzo adicional para contribuir al bien común, pero jamás que nos reconozcamos ni nos sintamos identificados con ese ejercicio de irresponsabilidad manifiesta.
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